Herida de sangre: Cómo perdí a mi hermana por una herencia

—¿Y entonces qué? ¿Vas a seguir fingiendo que aquí no pasa nada?—. La voz de Lucía retumbó en el salón, justo cuando mi madre soplaba las velas de su setenta cumpleaños. El cuchillo de la tarta se quedó suspendido en el aire, y todos los ojos se clavaron en mi hermana, que acababa de llegar de Madrid después de meses sin venir a casa.

Yo, Ana, la hija mayor, sentí cómo la sangre me hervía. Mi padre, sentado a la cabecera de la mesa, bajó la mirada. Mi madre, con la sonrisa congelada, intentó disimular el temblor de sus manos.

—Lucía, por favor, no es el momento…—susurré, pero ella ya había soltado la bomba.

—¡Claro que es el momento!—gritó—. Llevamos años con esto. Yo necesito el dinero para el piso y aquí nadie quiere hablarlo. ¿Por qué tengo que ser siempre yo la mala?

El silencio se hizo espeso. Mi tía Carmen dejó caer la copa sobre el mantel. Mi primo Sergio se levantó incómodo y salió al balcón. Nadie se atrevía a mirarnos.

La casa de mis padres en Alcalá de Henares era mucho más que ladrillos y tejas. Era el lugar donde crecimos, donde aprendimos a montar en bici en el patio, donde mi madre nos curaba las rodillas peladas y mi padre nos contaba historias de cuando era niño en Extremadura. Pero para Lucía, ahora solo era una cifra en su calculadora.

Esa noche, después de que todos se marcharan, Lucía y yo nos quedamos solas en la cocina. Ella encendió un cigarro y me miró con los ojos rojos.

—¿Tú sabes lo que cuesta un piso en Madrid?—me dijo—. No puedo seguir tirando el dinero en alquileres. Mamá y papá ya no pueden cuidar esta casa. Es lo lógico.

—¿Y lo lógico es vender todo lo que somos?—le respondí, sintiendo un nudo en la garganta—. ¿De verdad crees que mamá podría soportarlo?

Lucía dio una calada larga y apartó la mirada.

—Siempre has sido la favorita. Siempre te quedas con todo lo bueno.

Me quedé helada. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que yo era la favorita solo por vivir cerca y cuidar de nuestros padres?

Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre lloraba a escondidas, mi padre apenas hablaba y Lucía se encerraba en su habitación o salía a ver a sus amigas del instituto, como si nada hubiera pasado. Yo iba al trabajo con los ojos hinchados y volvía temiendo encontrarme otra discusión.

Una tarde, mi padre me llamó al despacho.

—Ana, hija, tu hermana tiene razón en parte. No podemos mantener esta casa mucho tiempo más. Pero no quiero que os peleéis por esto. Sois hermanas.

Le agarré la mano y sentí su piel arrugada, tan distinta de cuando era niña.

—Papá, yo no quiero perderla. Pero tampoco quiero perderos a vosotros ni este hogar.

Él suspiró y miró por la ventana.

—A veces las familias se rompen por cosas así. Pero lo importante es que no dejéis que el dinero os cambie.

Pero el dinero ya nos había cambiado.

Lucía empezó a presionar más: llamadas, mensajes, incluso una visita a un abogado sin avisar a nadie. Mi madre cayó enferma del disgusto; una neumonía la tuvo semanas en el hospital. Yo me sentía sola, atrapada entre dos fuegos: el deber de proteger a mis padres y el miedo a perder a mi única hermana.

Un día, Lucía me llamó llorando desde Madrid.

—Ana, he encontrado un piso perfecto… pero necesito el dinero ya. Si no lo reservo esta semana, lo pierdo.

Me mordí los labios hasta hacerme daño.

—No puedo convencerles para que vendan ahora. Mamá está muy mal…

—¡Siempre es lo mismo! ¡Tú nunca me ayudas!—me gritó antes de colgar.

Esa noche no dormí. Recordé cuando éramos niñas y compartíamos cama en verano porque teníamos miedo a las tormentas. Recordé cómo me defendía en el colegio cuando me llamaban empollona. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí?

Finalmente, mis padres cedieron ante la presión y pusieron la casa en venta. El día que vinieron los primeros compradores fue como un funeral: mi madre lloraba en silencio mientras recorrían las habitaciones; mi padre fingía interés por las preguntas sobre los metros cuadrados; yo sentía que traicionaba todo lo que habíamos sido.

Lucía no vino ese día. Solo llamó para preguntar cuánto habían ofrecido.

Cuando finalmente se firmó la venta, Lucía consiguió su piso en Madrid y dejó de venir a casa. Las llamadas se hicieron cada vez más escasas; los mensajes, fríos y formales. En Navidad propuso quedar en un restaurante «para no remover recuerdos». Mi madre apenas probó bocado; mi padre se limitó a mirar por la ventana toda la comida.

Hoy escribo esto desde un piso pequeño en Torrejón, donde cuido de mis padres como puedo. La casa donde crecimos ya no existe para nosotros; ahora vive otra familia allí, ajena a nuestro dolor.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar a Lucía… o si ella podrá perdonarse a sí misma. ¿Cuánto vale una familia? ¿De verdad merece la pena perderlo todo por cuatro paredes y un puñado de euros?