Idos, que yo os alcanzo – Una historia de secretos familiares y decepciones
—Idos, que yo os alcanzo —dije con la voz temblorosa, mientras veía a mi hijo Sergio ajustarse la corbata frente al espejo del pasillo. Mi marido, Tomás, ya tenía las llaves en la mano y el ceño fruncido. Era el día de la graduación de Sergio, el primero de la familia en llegar a la universidad, y sin embargo, el aire en casa era tan denso que costaba respirar.
—¿Por qué no vienes ya? —preguntó Tomás, sin mirarme a los ojos. Su tono era seco, casi hostil. Sergio me miró de reojo, buscando en mi rostro una explicación que yo no podía darle.
—Tengo que terminar una cosa —mentí, sintiendo cómo el estómago se me encogía. No podía decirles la verdad: que había encontrado el sobre con las cartas en el cajón de Tomás la noche anterior y que desde entonces no podía dejar de temblar.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, me derrumbé en la silla del comedor. El reloj marcaba las nueve y cuarto. El acto empezaba a las diez. Tenía tiempo para recomponerme, pero no para olvidar lo que había leído: cartas de amor dirigidas a otra mujer, firmadas por Tomás con una ternura que hacía años no me dedicaba a mí.
Recordé cómo todo había cambiado en los últimos meses. Las discusiones por tonterías, los silencios eternos durante la cena, su mirada perdida cuando pensaba que nadie le observaba. Yo me aferraba a la rutina: preparar el desayuno, planchar las camisas, fingir que todo estaba bien por Sergio y por Lucía, nuestra hija pequeña, que aún creía en los cuentos de hadas.
Me levanté y fui al baño a lavarme la cara. El agua fría no consiguió borrar las ojeras ni el dolor. Me miré al espejo y vi a una mujer cansada, envejecida antes de tiempo por las decepciones y los secretos. ¿Cuándo había dejado de ser feliz? ¿Cuándo había dejado Tomás de quererme?
El teléfono vibró en el bolso. Era un mensaje de mi hermana Marta: “¿Vais ya? ¡Dale un beso enorme a Sergio de mi parte!” No respondí. No podía fingir alegría cuando sentía que mi mundo se desmoronaba.
Salí de casa con paso rápido y bajé las escaleras del portal como si huyera de algo —o de alguien. Al llegar a la calle, vi a Tomás hablando por teléfono junto al coche. No me vio. Su voz era baja, casi susurrante.
—Sí, luego te llamo —dijo antes de colgar bruscamente al verme acercarme.
—¿Quién era? —pregunté sin poder evitarlo.
—Trabajo —respondió él, esquivando mi mirada.
Sergio ya estaba sentado en el asiento trasero, con los auriculares puestos y la mirada perdida en la ventanilla. Lucía jugaba con su muñeca favorita, ajena a todo.
El trayecto hasta la universidad fue un silencio interminable. Solo se oía el ruido del tráfico y alguna risa lejana de Lucía. Yo apretaba el sobre con las cartas en el bolso, como si fuera una bomba a punto de estallar.
Al llegar al campus, Tomás aparcó lejos del edificio principal. Bajamos todos en silencio. Sergio se adelantó con sus amigos; Lucía corrió tras él. Me quedé un momento junto a Tomás.
—¿Por qué? —susurré apenas audible.
Él me miró por fin, con una mezcla de culpa y cansancio.
—No es el momento —dijo simplemente, y se marchó hacia el auditorio.
Me quedé sola entre los coches aparcados, sintiendo cómo la rabia y la tristeza me ahogaban. ¿No era el momento? ¿Acaso alguna vez lo sería?
Durante la ceremonia, fingí sonreír para las fotos. Aplaudí cuando nombraron a Sergio y sentí un nudo en la garganta al ver su sonrisa orgullosa. Pensé en todo lo que habíamos sacrificado para llegar hasta allí: los turnos dobles en el hospital, las noches sin dormir preocupada por sus notas… Y ahora todo parecía desmoronarse.
Después del acto, nos reunimos todos en la explanada. Marta llegó corriendo con su marido y sus hijos; mis padres abrazaron a Sergio entre lágrimas. Tomás se mantuvo al margen, mirando el móvil cada pocos minutos.
—¿Estás bien? —me preguntó Marta en voz baja.
—No lo sé —respondí sinceramente.
La tarde avanzó entre felicitaciones y fotos familiares forzadas. Al volver a casa, Tomás anunció que tenía que salir “a resolver un asunto urgente del trabajo”. Nadie preguntó nada; todos fingimos creerle.
Esa noche, después de acostar a Lucía y escuchar cómo Sergio hablaba por teléfono con sus amigos celebrando su éxito, me senté sola en la cocina con una copa de vino. Saqué las cartas del sobre y volví a leerlas una por una. Cada palabra era una puñalada: “Te echo de menos”, “Ojalá pudiera estar contigo”, “Eres lo mejor que me ha pasado”.
Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en mis hijos, en lo que merecían saber o no saber. Pensé en mí misma y en todo lo que había callado durante años para mantener una familia unida solo en apariencia.
Cuando Tomás volvió entrada la madrugada, ni siquiera intentó darme explicaciones. Se encerró en el despacho y yo me quedé mirando el techo del dormitorio, preguntándome cómo habíamos llegado hasta allí.
Hoy han pasado tres meses desde aquel día. Tomás ya no vive con nosotros; Sergio apenas habla con él y Lucía pregunta cada noche cuándo volverá papá a casa. Yo intento recomponer los pedazos de mi vida mientras busco respuestas entre recuerdos y silencios.
A veces me pregunto si hice bien guardando silencio tanto tiempo, si debí enfrentar antes la verdad o proteger más a mis hijos del dolor. ¿Cuántas familias viven atrapadas en secretos como el nuestro? ¿Cuántas madres fingen sonreír mientras su mundo se desmorona por dentro?