La Belleza Enigmática: ¿Por Qué Sigo Sola a los 42?
—¿Por qué una mujer tan guapa y exitosa como tú sigue sola a los 42?— me pregunta Timothy, con esa sonrisa que parece querer desarmar cualquier defensa. Afuera, la lluvia golpea los ventanales del café en la colonia Roma, y por un instante siento que el mundo se detiene, esperando mi respuesta.
No es la primera vez que escucho esa pregunta. La he oído en cenas familiares, en bodas de amigas, en el consultorio de mi terapeuta y hasta en los murmullos de mis vecinas. Pero hoy, frente a este hombre extranjero que apenas me conoce, siento el peso de todos esos años sobre mis hombros. ¿Por qué sigo sola? ¿Por qué nadie ha logrado quedarse?
Respiro hondo y miro mi café, buscando valor entre las sombras del pasado. “No es tan sencillo como parece”, le digo, y mi voz tiembla apenas. Él asiente, curioso, pero no interrumpe. Quizá espera una historia de corazones rotos o de amores imposibles. Pero lo que tengo para contar es mucho más profundo.
Crecí en una casa donde el amor era una moneda de cambio. Mi madre, Rosa Elena, me enseñó desde niña que una mujer debe casarse bien, que la felicidad está en encontrar un hombre que te mantenga y te cuide. Mi padre, don Ernesto, era un hombre duro, de esos que creen que las lágrimas son debilidad y que el trabajo lo es todo. Recuerdo las peleas nocturnas, los gritos ahogados tras las paredes delgada de nuestra casa en Iztapalapa. Recuerdo a mi madre llorando en silencio mientras yo fingía dormir.
A los 17 años conocí a Javier, mi primer amor. Era un chico del barrio, soñador y rebelde. Me prometió el cielo y las estrellas, pero a los dos años ya estaba embarazada y sola. Mi madre me obligó a abortar; “no vas a arruinar tu vida por un hombre”, me dijo entre lágrimas y rabia. Desde entonces aprendí a desconfiar del amor y a depender solo de mí misma.
—¿Nunca volviste a enamorarte?— pregunta Timothy, bajando la voz como si temiera romper algo frágil.
Sonrío con tristeza. Claro que sí. Me enamoré muchas veces: de Andrés, el arquitecto casado; de Lucía, mi mejor amiga en la universidad; de Daniel, el poeta que me recitaba versos en el parque México. Pero siempre había algo que se interponía: el miedo al abandono, la culpa por desear más de lo permitido, la presión de una sociedad que no perdona a las mujeres solas ni a las mujeres libres.
A los treinta me convertí en directora de una galería de arte en Polanco. El éxito profesional llegó acompañado de soledad y rumores: “seguro es lesbiana”, “nadie la aguanta”, “debe ser muy exigente”. Mis tías dejaron de invitarme a las reuniones familiares porque temían que les «contagiara» mi independencia a sus hijas. Mi madre dejó de preguntarme por novios y empezó a rezar por mi alma.
—¿Y nunca pensaste en formar una familia?— insiste Timothy.
Claro que lo pensé. Lo intenté con Mauricio, un médico divorciado con dos hijos adolescentes. Durante dos años viví con él y su familia en Coyoacán. Cocinaba para ellos, ayudaba con las tareas escolares y fingía ser feliz. Pero cada noche lloraba en silencio porque sentía que me estaba traicionando a mí misma. Un día simplemente hice mi maleta y me fui sin mirar atrás.
La soledad se convirtió en mi refugio y mi castigo. Aprendí a disfrutar mis propios silencios: los domingos leyendo en la cama, los viajes sola a Oaxaca o Cartagena, las tardes de cine independiente en la Cineteca Nacional. Pero también aprendí a soportar las miradas lastimeras de quienes creen que una mujer sola es una mujer incompleta.
Hace tres años mi padre enfermó gravemente. Volví a casa para cuidarlo junto a mi madre. Fue entonces cuando entendí el verdadero precio de la soledad: nadie te cuida cuando te caes, nadie te espera al final del día para abrazarte y decirte que todo estará bien. Pero también entendí que nadie puede amarte si tú no te amas primero.
Timothy me mira con una mezcla de admiración y tristeza. “Eres muy valiente”, dice finalmente.
No sé si soy valiente o simplemente cansada de luchar contra lo que esperan de mí. A veces sueño con una vida diferente: una casa llena de risas infantiles, un esposo que me espere con flores cada viernes, una madre orgullosa de mi felicidad. Pero despierto y recuerdo todo lo que he sacrificado para ser quien soy.
—¿Y ahora qué buscas?— pregunta Timothy.
No sé qué busco exactamente. Quizá solo quiero ser escuchada sin ser juzgada; quizá quiero encontrar a alguien que entienda que mi soledad no es una derrota sino una elección consciente. O tal vez solo quiero dejar de sentirme culpable por no cumplir con el guion que otros escribieron para mí.
La lluvia ha cesado y el café se ha vaciado. Timothy toma mi mano suavemente.
—Gracias por confiar en mí —susurra—. No todos tienen el valor de ser tan honestos.
Sonrío por primera vez esa noche, sintiendo una paz extraña en el pecho. Tal vez no estoy tan sola como creo; tal vez hay otros como yo allá afuera, luchando por ser fieles a sí mismos en un mundo que exige conformidad.
Al despedirme bajo el paraguas compartido, miro al cielo gris y me pregunto: ¿Cuántas mujeres más callan sus historias por miedo al juicio? ¿Cuántos hombres realmente quieren conocer la verdad detrás de nuestra soledad?
¿Y tú? ¿Te atreverías a vivir tu verdad aunque eso signifique caminar solo un tiempo?