La carta que nunca debí encontrar: El secreto de mi piel

—¿Por qué no puedes ser como tu hermana, Eliana? —La voz de mi madre adoptiva, Carmen, retumbó en el pasillo mientras yo apretaba los puños en el salón. Mi hermana Lucía, rubia y de ojos claros, me miraba desde la escalera con esa mezcla de compasión y superioridad que tanto odiaba. Yo, con mi piel morena y mi pelo rizado, siempre fui la excepción en las fotos familiares, la que desentonaba en las reuniones de Navidad.

No recuerdo un solo día en que no me sintiera diferente. En el colegio, los niños murmuraban: «¿De dónde ha salido esa?». En el barrio, las vecinas cuchicheaban cuando pasaba: «Esa niña no es hija de Carmen y Paco, seguro». Y en casa… en casa el silencio era aún peor. Mi padre adoptivo apenas me dirigía la palabra. Solo Carmen intentaba, a su manera torpe y fría, integrarme en una familia que nunca me aceptó del todo.

La tarde que cambió mi vida fue una de esas tardes grises de otoño en Madrid. Estaba buscando una vieja bufanda en el armario del pasillo cuando mi mano tropezó con una caja de madera. La abrí con curiosidad y encontré cartas antiguas, fotos amarillentas… y un sobre con mi nombre escrito a mano: «Para Eliana, cuando sea mayor».

Temblando, lo abrí. Dentro había una carta escrita con una caligrafía temblorosa:

«Querida Eliana,

No sé si algún día leerás estas palabras. Me llamo Rosa y soy tu madre biológica. Te abandoné al nacer porque tu piel era oscura y yo no podía soportar la vergüenza ni las miradas en nuestro pueblo. Tu padre era marroquí, un hombre al que amé pero que nunca fue aceptado por mi familia. Cuando naciste, mi madre me obligó a dejarte en el hospital. No he dejado de pensar en ti ni un solo día.

Perdóname por no haber sido valiente. Ojalá algún día puedas entenderme.

Con amor,
Rosa»

El papel se arrugó entre mis dedos mientras las lágrimas caían sin control. ¿Toda mi vida había sido una mentira? ¿Mi propia madre me había rechazado por el color de mi piel? Sentí rabia, tristeza y una soledad infinita. Salí corriendo del piso sin mirar atrás, bajando las escaleras a trompicones hasta llegar a la calle.

Caminé durante horas por Lavapiés, el único barrio donde alguna vez sentí que encajaba entre tanta mezcla de culturas y colores. Me senté en un banco y releí la carta una y otra vez. ¿Cómo podía perdonar a alguien que me había negado la oportunidad de conocer mis raíces? ¿Cómo podía seguir viviendo bajo el mismo techo que personas que nunca me quisieron como hija?

Esa noche no volví a casa. Dormí en casa de mi amiga Sara, cuya madre ecuatoriana me abrazó sin hacer preguntas. Al día siguiente, volví a casa solo para enfrentarme a Carmen.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? —le grité, agitando la carta delante de ella.

Carmen palideció y se sentó en la mesa de la cocina.—Pensé que era mejor así… No quería que sufrieras más de lo necesario.

—¿Y crees que no he sufrido? ¿Crees que no he notado cada vez que Lucía recibía un beso y yo solo una palmada en la espalda?

Lucía apareció en la puerta.—No es culpa nuestra si eres tan diferente —susurró.

—¡Claro que es culpa vuestra! —grité—. Nunca intentasteis entenderme ni quererme como soy.

Salí dando un portazo. Esa misma tarde fui al registro civil y pedí información sobre mi madre biológica. Me dijeron que vivía en un pueblo de Toledo. Durante semanas dudé si buscarla o no. ¿Y si me rechazaba otra vez?

Finalmente, cogí un tren y llegué al pueblo al atardecer. Caminé hasta la dirección que me dieron y llamé a la puerta. Una mujer mayor abrió, con los ojos llenos de sorpresa y miedo.

—¿Rosa? —pregunté con voz temblorosa.

Ella asintió.—¿Eres tú… Eliana?

Nos miramos durante lo que pareció una eternidad. Vi lágrimas en sus ojos antes de abrazarme con fuerza.

—Perdóname —susurró—. No he dejado de pensar en ti ni un solo día.

Lloramos juntas en ese umbral, dos desconocidas unidas por el dolor y la esperanza. Me contó su historia: cómo su familia la obligó a dejarme, cómo nunca volvió a ver a mi padre, cómo cada cumpleaños encendía una vela por mí.

Volví a Madrid con el corazón algo más ligero pero lleno de preguntas. En casa, Carmen intentó acercarse a mí, pero ya era tarde para remendar años de indiferencia.

Hoy tengo diecisiete años y sigo buscando respuestas sobre quién soy realmente. He aprendido a querer mi piel morena y mi pelo rizado, aunque todavía duele recordar todo lo perdido.

A veces me pregunto: ¿cuántos niños como yo han crecido sintiéndose extraños en su propia familia? ¿Cuántos secretos se esconden tras las puertas cerradas? ¿Es posible perdonar lo imperdonable?