La carta sin firma: el regreso de Álvaro
—¿Por qué ahora? —me pregunté en voz baja, con la tarjeta entre los dedos, sentada en la cocina mientras la luz de la tarde caía sobre los azulejos gastados. El dibujo de flores silvestres parecía temblar bajo mis manos. «Todo lo más hermoso», decía la nota, escrita con esa caligrafía inclinada que conocía mejor que la mía propia. No había firma, pero no la necesitaba. Era Álvaro. Había vuelto.
Mi madre entró en ese momento, secándose las manos en el delantal. Me miró de reojo y luego a la tarjeta.
—¿Quién te escribe? —preguntó, fingiendo indiferencia, pero su voz tembló apenas perceptible.
—Nadie —mentí, guardando la tarjeta bajo el mantel. Pero ella lo supo. Siempre lo supo.
Desde que Álvaro se marchó hace seis años, mi familia se había convertido en un campo minado de silencios y reproches. Él era mi hermano mayor, el preferido de papá, el que siempre parecía tener las respuestas y los sueños más grandes. Hasta que un día, después de una discusión brutal con papá sobre el futuro del taller familiar, se fue sin mirar atrás. Ni una llamada, ni una carta. Nada.
Durante años, cada vez que sonaba el teléfono o llegaba el cartero, mi madre se tensaba. Papá fingía no notar nada, pero a veces lo encontraba en el taller, mirando una foto vieja de los tres juntos, con las manos manchadas de grasa y los ojos húmedos.
Ahora, esa tarjeta sencilla era como una piedra lanzada al estanque tranquilo de nuestra rutina. Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. ¿Por qué volver ahora? ¿Por qué a través de una tarjeta anónima?
Esa noche apenas dormí. Soñé con Álvaro: su risa contagiosa, las tardes en bicicleta por las calles estrechas del barrio de Salamanca, las peleas por tonterías y los secretos compartidos bajo las sábanas cuando éramos niños. Me desperté con el corazón encogido y la decisión tomada: tenía que verle.
Al día siguiente, fui al bar donde solíamos ir de adolescentes. El camarero me reconoció y sonrió.
—Hace mucho que no te veía por aquí, Lucía —dijo mientras limpiaba una mesa.
—¿Has visto a Álvaro? —pregunté sin rodeos.
Su sonrisa vaciló.
—Vino ayer. Preguntó por ti… y por tu padre.
Sentí un nudo en el estómago. Salí del bar y caminé sin rumbo fijo por la ciudad, recordando cómo todo había cambiado desde su marcha. Papá se volvió más duro, más exigente conmigo. Yo tuve que aprender a llevar el taller, a ser la hija perfecta y fuerte que todos esperaban. Pero nunca fui suficiente para llenar el hueco que dejó Álvaro.
Esa tarde, al volver a casa, encontré a papá sentado en la terraza, mirando el atardecer con una copa de vino en la mano. Me senté a su lado en silencio. Después de un rato, habló sin mirarme.
—¿Sabes algo de tu hermano?
Negué con la cabeza, aunque sentí la tarjeta ardiendo en mi bolsillo.
—Si vuelve… —dijo papá con voz ronca— no sé si podré perdonarle.
Me mordí el labio para no llorar. ¿Y yo? ¿Podría perdonarle yo?
Esa noche, mientras cenábamos en silencio, sonó el timbre. Mamá dejó caer el tenedor y papá se quedó inmóvil. Fui yo quien abrió la puerta.
Allí estaba Álvaro. Más delgado, con ojeras profundas pero la misma sonrisa torcida de siempre.
—Hola, Lucía —susurró.
No supe si abrazarle o cerrarle la puerta en la cara. Al final solo me aparté para dejarle pasar.
El reencuentro fue incómodo. Mamá lloraba en silencio mientras le servía un plato de cocido. Papá no levantó la vista del mantel durante toda la cena.
Después, cuando quedamos solos en la cocina, Álvaro me miró con esos ojos oscuros tan parecidos a los míos.
—Lo siento —dijo simplemente—. No sabía cómo volver.
—¿Y una tarjeta anónima era lo mejor que se te ocurría? —le reproché entre dientes.
Bajó la cabeza.
—Tenía miedo de que no quisieras verme… De que nadie quisiera verme aquí.
Me senté frente a él y durante horas hablamos: del pasado, del taller, de mamá y papá, de sus años fuera trabajando en Valencia y de cómo cada día pensaba en volver pero no encontraba el valor.
A la mañana siguiente, papá se fue temprano al taller. Álvaro le siguió poco después. Yo les observé desde la ventana: dos figuras recortadas contra la luz gris del amanecer. No oí lo que se dijeron, pero vi cómo papá rompía a llorar y Álvaro le abrazaba torpemente.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones: discusiones, reproches antiguos saliendo a flote como cadáveres olvidados en un río; pero también risas tímidas y cenas largas donde poco a poco volvimos a ser familia.
A veces me pregunto si realmente podemos perdonar todo lo que pasó o si simplemente aprendemos a vivir con las cicatrices. Pero cuando veo a mis padres sonreír juntos otra vez y a Álvaro trabajando conmigo en el taller como cuando éramos niños, quiero creer que sí es posible empezar de nuevo.
¿Vosotros habéis sentido alguna vez ese miedo al reencuentro? ¿Se puede realmente perdonar después de tanto dolor?