La casa vacía: El eco de una traición
—¿Por qué no contestas, Lucía? ¿No tienes nada que decirme? —La voz de Sergio retumbó en el pasillo, tan fría como el viento que se colaba por las ventanas rotas de la casa.
Me quedé quieta, abrazando a Daniel, nuestro hijo de seis años, que temblaba entre mis brazos. La humedad de las paredes parecía filtrarse en mis huesos, pero el verdadero frío venía de su mirada. No era la primera vez que discutíamos, pero aquella noche supe que algo había cambiado para siempre.
—No sé qué quieres que diga —susurré, intentando no llorar delante de Daniel.
Sergio me miró con desprecio. —Siempre igual. Nunca tienes iniciativa, nunca luchas por nada. ¿De verdad crees que mereces algo mejor?
No respondí. Había aprendido desde pequeña a callar. Mi madre, Carmen, siempre decía: “Las mujeres decentes no levantan la voz”. Mi padre, Antonio, asentía en silencio mientras yo me esforzaba por ser la hija perfecta: buenas notas en el colegio concertado, obediente, invisible. Cuando conocí a Sergio en la universidad de Salamanca pensé que él sería diferente. Me enamoré de su risa fácil y su promesa de libertad.
Pero la libertad nunca llegó. Tras casarnos y mudarnos a este pueblo perdido de Castilla, todo se volvió rutina y reproches. Sergio perdió su trabajo en la fábrica y empezó a beber. Yo trabajaba limpiando casas para pagar las facturas y mantener a Daniel. Cada día era una batalla silenciosa contra el miedo y la resignación.
Aquella noche, después de gritarme, Sergio se fue dando un portazo. No volvió. Ni al día siguiente ni al otro. Al tercer día, una vecina, Pilar, me trajo pan y leche.
—¿No has sabido nada de él? —preguntó con voz baja.
Negué con la cabeza. Pilar suspiró y me miró con compasión.
—No estás sola, Lucía. Si necesitas algo…
Pero sí estaba sola. La casa era un esqueleto: goteras en el techo, ventanas rotas tapadas con cartones, frío en cada rincón. Daniel tosía por las noches y yo apenas dormía pensando en cómo pagar la luz o si Sergio volvería para pedirnos perdón o para echarnos la culpa de su desgracia.
Una tarde, mientras recogía leña en el patio trasero, encontré una carta escondida bajo una piedra. Era de Sergio:
“Lucía,
No puedo más. Me ahogo aquí contigo y con ese niño que ni siquiera sé si es mío. Haz lo que quieras con tu vida. Yo ya he hecho suficiente.”
Me quedé helada. ¿Cómo podía dudar de Daniel? ¿Cómo podía dejarme así?
Esa noche lloré hasta quedarme sin lágrimas. Daniel se despertó y me abrazó.
—Mamá, ¿papá va a volver?
No supe qué decirle. Le acaricié el pelo y le prometí que todo iría bien, aunque no sabía cómo.
Pasaron los días y los rumores crecieron en el pueblo: que Sergio se había ido a Madrid con otra mujer; que había robado dinero del bar donde trabajaba; que nunca volvería. Mi madre vino desde Valladolid para “poner orden”.
—Esto te pasa por no haberle dado un hijo antes —me espetó nada más entrar.— Si hubieras sido más lista…
—Mamá, por favor…
—¡Nada de por favor! Ahora tendrás que buscarte otro marido o acabarás como tu tía Rosa: sola y amargada.
Me sentí pequeña otra vez, como cuando me castigaban por hablar en clase o por leer novelas “inapropiadas”. Pero algo dentro de mí empezó a cambiar. No podía seguir esperando a que alguien me salvara.
Con ayuda de Pilar conseguí un trabajo limpiando en el ayuntamiento y empecé a arreglar la casa poco a poco. Daniel iba al colegio público del pueblo y cada tarde le ayudaba con los deberes sentados junto a la estufa vieja que Pilar nos regaló.
Un día recibí una llamada inesperada: Sergio había tenido un accidente en Madrid. Estaba grave en el hospital y preguntaba por nosotros.
—¿Vas a ir? —preguntó Pilar.
No respondí enseguida. Recordé todas las noches de miedo, los insultos, el abandono… Pero también recordé al chico del que me enamoré, las promesas rotas y la esperanza ingenua de una vida mejor.
Fui al hospital con Daniel. Sergio estaba pálido, irreconocible.
—Lucía… —susurró— Perdóname…
No lloré. No grité. Solo sentí un cansancio inmenso.
—No sé si puedo perdonarte —le dije— pero no te odio. Solo quiero vivir tranquila con mi hijo.
Sergio asintió y cerró los ojos. Salí del hospital sintiendo por primera vez en años que tenía el control de mi vida.
Hoy escribo esto desde esa misma casa, ya no tan vacía ni tan fría. Daniel juega en el patio y yo leo novelas sin miedo a los reproches. A veces me pregunto si todo esto era necesario para descubrir quién soy realmente.
¿Hasta dónde puede llegar una mujer para proteger a su hijo y recuperar su dignidad? ¿Cuántas veces tenemos que rompernos antes de aprender a reconstruirnos? Espero vuestras respuestas.