La cicatriz que nunca sanó

—¿Tú estuviste en el campamento de Gredos hace… qué, treinta años? —me preguntó el hombre sentado a mi lado, con la voz temblorosa, mientras sus ojos se fijaban en mi ceja derecha—. Tienes una pequeña cicatriz… la recuerdo perfectamente.

Sentí cómo el aire se volvía denso en mi garganta. La cicatriz, esa línea fina sobre mi ceja que apenas noto en el espejo, ardió como si acabara de abrirse. El murmullo de la sala de espera del hospital Gregorio Marañón se desvaneció. Solo quedábamos él y yo, atrapados en un tiempo que creía olvidado.

—¿Eres… Fernando? —balbuceé, incapaz de controlar el temblor en mi voz.

Asintió, con una sonrisa triste. Sus manos, grandes y gastadas, se retorcían sobre las rodillas. Por un instante, volví a tener doce años, corriendo entre los pinos, riendo hasta quedarme sin aliento, antes de que todo cambiara.

—No puedo creer que seas tú —susurré—. Después de todo este tiempo…

Fernando bajó la mirada. —Nunca olvidé ese verano. Ni lo que pasó contigo. Ni lo que pasó después.

El corazón me latía tan fuerte que temí que los demás pacientes pudieran oírlo. Miré a mi alrededor: una anciana hojeaba una revista, un niño jugaba con un móvil roto, una enfermera cruzaba la puerta con prisa. Nadie parecía notar el terremoto que sacudía mi mundo.

—¿Por qué ahora? —pregunté—. ¿Por qué aquí?

Fernando suspiró. —Mi madre está ingresada. Problemas de corazón. Vine a acompañarla… y te vi entrar. No podía dejar pasar la oportunidad.

Me mordí el labio. Mi padre también estaba ingresado, luchando contra una insuficiencia cardíaca que lo había vuelto más frágil y silencioso que nunca. Hacía semanas que apenas dormía, atrapada entre turnos de trabajo y visitas al hospital.

—¿Te acuerdas de lo que pasó aquella noche? —preguntó Fernando, bajando aún más la voz.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Claro que me acordaba. El campamento, las linternas bajo las mantas, las risas ahogadas… y luego el accidente. Yo corriendo por el bosque, tropezando con una raíz, la sangre caliente resbalando por mi cara. Y después, el grito de mi hermana Lucía, el caos, los monitores buscando ayuda.

—Nunca le conté a nadie lo que realmente pasó —dije al fin—. Ni siquiera a Lucía.

Fernando me miró con una mezcla de compasión y culpa. —Yo tampoco. Pero creo que deberíamos haberlo hecho.

Me removí en la silla. La culpa me había acompañado toda la vida: por haber arrastrado a Lucía al bosque aquella noche, por no haber escuchado sus súplicas para volver a la tienda, por haber mentido cuando nos preguntaron qué hacíamos fuera del campamento.

—¿Sabes? —continuó Fernando—. Mi padre nunca me perdonó aquel verano. Siempre pensó que yo tenía la culpa de todo…

—No eras tú —le interrumpí—. Fui yo quien insistió en salir. Fui yo quien no escuchó a Lucía…

Fernando negó con la cabeza. —Éramos niños. Nadie tenía la culpa realmente.

Pero yo sí sentía ese peso desde entonces. La relación con Lucía nunca volvió a ser la misma. Ella se volvió reservada, distante; yo me refugié en los estudios y en el trabajo para no enfrentarme a su mirada acusadora.

El pitido de un móvil nos sacó del trance. Miré el reloj: llevaba más de media hora esperando noticias del cardiólogo sobre mi padre. Sentí las lágrimas asomar, pero las contuve a duras penas.

Fernando me tocó suavemente el brazo.—¿Has hablado alguna vez con Lucía sobre aquello?

Negué con la cabeza.—No sé cómo hacerlo. Cada vez que intento sacar el tema, cambia de conversación o se marcha.

Fernando suspiró.—Quizá deberías intentarlo otra vez. A veces los secretos pesan más que las cicatrices.

Me quedé callada, mirando mis manos temblorosas sobre el bolso. Recordé la última vez que vi a Lucía: fue en Navidad, en casa de mi madre en Alcalá de Henares. Apenas cruzamos dos frases; su marido hablaba por ella y sus hijos correteaban por el salón ajenos a nuestra distancia invisible.

—¿Tienes hijos? —preguntó Fernando de repente.

Negué.—No… Nunca me sentí preparada para ser madre. Supongo que siempre tuve miedo de repetir los errores del pasado.

Fernando asintió.—Yo tengo una hija pequeña. Se llama Marta. A veces me aterra no saber protegerla…

Nos quedamos en silencio unos minutos, compartiendo ese miedo ancestral que une a todos los padres e hijos: el temor a fallarles, a heredarles nuestras heridas.

De pronto, una enfermera salió al pasillo.—¿Familiares de don Manuel García?

Me levanté de un salto.—Soy yo.

La enfermera me sonrió con cansancio.—Puede pasar a verlo unos minutos.

Miré a Fernando.—¿Te quedarás aquí?

Asintió.—Sí… Si quieres hablar después, estaré esperándote.

Entré en la habitación de mi padre con el corazón encogido. Lo encontré dormido, pálido bajo las sábanas blancas. Me senté a su lado y le tomé la mano huesuda entre las mías.

—Papá… —susurré—. ¿Alguna vez te has arrepentido de no decirme toda la verdad?

Él abrió los ojos lentamente y me miró con ternura.—Todos tenemos cicatrices, hija mía. Algunas se ven… otras no tanto.

Salí de la habitación sintiendo el peso del pasado y la urgencia del presente mezclarse en mi pecho. Fernando seguía allí, esperándome como prometió.

Me acerqué a él y le sonreí débilmente.—Quizá sea hora de hablar con Lucía… y de perdonarnos a nosotros mismos.

Fernando asintió.—Nunca es tarde para sanar.

Mientras salíamos juntos del hospital bajo el cielo gris de Madrid, pensé en todas las palabras no dichas, en las heridas abiertas y en las oportunidades perdidas por miedo o vergüenza.

¿Y vosotros? ¿Habéis guardado algún secreto familiar que os pesa más que cualquier cicatriz física? ¿Creéis que es posible sanar el pasado hablando desde el corazón?