La culpa que nunca se apaga: Mi historia entre el amor y el abandono
—¡Eres una desagradecida, Lucía! ¡No tienes corazón!—. La voz de mi madre retumbaba en el pasillo, tan afilada como siempre. Yo tenía diecisiete años y acababa de llegar del instituto, con la mochila aún colgando de un hombro y las manos temblorosas. Mi hermano pequeño, Sergio, llevaba semanas enfermo, y mi madre había decidido que yo debía ser su enfermera personal.
—Mamá, tengo que estudiar para selectividad…— intenté decir, pero ella me interrumpió con un portazo.
—¡A mí no me hables de exámenes! ¡Tu hermano podría morirse y tú solo piensas en tus tonterías!—
Recuerdo cómo me ardían los ojos, pero no lloré. No podía permitírmelo. Desde que papá se fue con otra mujer a Valencia, mi madre se había convertido en una sombra oscura que llenaba la casa de reproches y amenazas. Sergio apenas hablaba; su enfermedad lo mantenía postrado en la cama, y yo era la única que le leía cuentos o le traía agua cuando tenía fiebre.
Pero nada era suficiente para mi madre. Si Sergio empeoraba, era mi culpa. Si lloraba por las noches, era porque yo no le daba cariño. Si no sacaba buenas notas, era porque era una vaga y una inútil. Así crecí: entre el miedo y la culpa.
El día que recibí la carta de admisión a la universidad en Salamanca, sentí por primera vez una chispa de esperanza. Pensé que tal vez podría empezar de nuevo, lejos de los gritos y los mensajes hirientes. Pero cuando se lo conté a mi madre, su reacción fue peor de lo que imaginaba.
—¿Te vas a ir? ¿Vas a dejar a tu hermano solo?— me gritó, lanzando un vaso contra la pared. —¡Eres igual que tu padre! ¡Cobarde! ¡Traidora!—
Esa noche dormí con la puerta cerrada y una silla atrancándola. Al día siguiente, recogí mis cosas y me fui sin mirar atrás. No hubo abrazos ni despedidas; solo el eco de sus insultos persiguiéndome por las escaleras.
En Salamanca, al principio todo era silencio. Nadie me gritaba si llegaba tarde o si me olvidaba de comprar leche. Pero el silencio pronto se llenó de mensajes: primero al móvil, luego al correo electrónico, después a las redes sociales. Mi madre encontraba siempre la forma de hacerme llegar sus palabras:
“Espero que te pase lo mismo que a tu hermano.”
“Eres una basura de persona.”
“Dios te va a castigar.”
Bloqueé números, cambié contraseñas, cerré cuentas. Pero ella siempre encontraba un resquicio para colarse en mi vida. A veces recibía mensajes desde números desconocidos: “¿Cómo puedes dormir tranquila sabiendo que tu hermano sufre?” Otras veces eran audios interminables llenos de sollozos y amenazas.
Mis amigas en la residencia no entendían por qué me pasaba horas llorando en el baño. “¿Por qué no hablas con ella? Es tu madre”, decían. Pero nadie sabía lo que era vivir con esa culpa pegada a la piel.
Un día, mientras estudiaba para un examen de Derecho Civil, recibí un mensaje especialmente cruel: “Ojalá te mueras tú también.” Me quedé paralizada. Llamé a mi tía Carmen en Sevilla, la única persona de mi familia que alguna vez me había defendido.
—Lucía, hija, tienes derecho a vivir tu vida— me dijo con voz suave.—Tu madre está enferma de rabia y soledad, pero eso no es culpa tuya.
Lloré como una niña pequeña al escuchar esas palabras. Por primera vez sentí que alguien entendía mi dolor.
Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir: cambié de número otra vez, pedí ayuda psicológica en la universidad y empecé a escribir un diario para sacar todo lo que llevaba dentro. Pero cada vez que sonaba el móvil o alguien llamaba a la puerta inesperadamente, el corazón se me encogía.
En Navidad volví a Madrid para ver a Sergio. Mi madre no estaba en casa; había salido a comprar medicinas. Mi hermano me miró con ojos cansados y sonrió débilmente.
—Te echo de menos— susurró.
Le acaricié el pelo y le prometí que siempre estaría para él, aunque no pudiera vivir allí.
Cuando mi madre regresó y me vio sentada junto a Sergio, su rostro se endureció.
—¿Vienes a hacerte la buena ahora?— escupió.—No eres bienvenida aquí.
Me marché antes de que pudiera decirme algo peor. En el tren de vuelta a Salamanca, miré por la ventana y pensé en todas las familias rotas por el dolor y la incomprensión.
Ahora tengo veintitrés años y sigo recibiendo mensajes esporádicos de mi madre desde números desconocidos. A veces sueño con reconciliarnos; otras veces solo quiero olvidar todo lo vivido.
Me pregunto si algún día podré perdonarla… o perdonarme a mí misma por haberme marchado.
¿Hasta qué punto somos responsables del dolor ajeno? ¿Dónde termina el deber familiar y empieza nuestro derecho a ser felices? ¿Alguien más ha sentido esta culpa tan honda?