La cuna vacía: El día que dejé a mi hijo en el hospital

—¿Estás segura de lo que vas a hacer, Lucía? —La voz de la enfermera retumbó en mis oídos como un trueno en mitad de la tormenta. No podía mirarla a los ojos. Tenía las manos heladas y el corazón hecho pedazos. El llanto de mi hijo, apenas nacido, se filtraba por debajo de la puerta del nido. Me aferré a la sábana, como si pudiera evitar que el mundo se derrumbara bajo mis pies.

No era una decisión improvisada. Llevaba meses —quizá años— sintiendo que algo dentro de mí no encajaba. Desde pequeña, en mi casa de Salamanca, me enseñaron que una madre debe anteponerlo todo por sus hijos. Mi madre, Carmen, siempre decía: “Una mujer se realiza cuando es madre”. Pero yo nunca sentí esa certeza. Cuando supe que estaba embarazada de Marcos, mi pareja, intenté convencerme de que sería diferente. Que el instinto maternal aparecería como por arte de magia.

Pero no fue así.

Durante el embarazo, fingí alegría ante mi familia y mis amigas. Me preguntaban por la canastilla, por el nombre, por la ropita. Yo sonreía y respondía lo que esperaban oír. Nadie sospechaba que cada noche lloraba en silencio, aterrada ante la idea de no estar a la altura. Marcos, ilusionado, hablaba de excursiones al campo y partidos del Salamanca CF con su hijo. Yo solo pensaba en cómo escapar de esa vida que parecía no pertenecerme.

La semana antes del parto ingresé en el hospital Virgen de la Vega. Las matronas eran amables; me sentí cuidada, pero también observada. Como si supieran que algo no iba bien. La noche del parto fue larga y dolorosa. Cuando por fin escuché el primer llanto de mi hijo, sentí alivio… pero no amor. Solo un vacío inmenso.

—¿Quieres cogerlo en brazos? —preguntó la enfermera.

Asentí por inercia. Sostuve a mi hijo unos segundos. Era precioso: mejillas sonrosadas, ojos cerrados, puños apretados como si luchara contra el mundo desde el primer minuto. Pero yo no sentí nada. Ni ternura ni alegría. Solo miedo.

Esa noche no dormí. Miraba el techo blanco y pensaba en mi madre, en Marcos, en lo que dirían mis amigas si supieran lo que pasaba por mi cabeza. Pensé en huir, en desaparecer. Pero al amanecer tomé una decisión: dejaría a mi hijo en el hospital. No podía darle lo que necesitaba. No quería condenarlo a una vida con una madre rota.

Cuando se lo conté a la trabajadora social, me miró con compasión y sorpresa.

—Lucía, ¿estás segura? Puedes recibir ayuda psicológica…

—No quiero ser una mala madre —susurré—. Prefiero que tenga una familia que le quiera de verdad.

Firmé los papeles con manos temblorosas. Sentí que traicionaba todo lo que me habían enseñado. La noticia corrió como la pólvora por el hospital. Las miradas cambiaron: ya no era la joven madre primeriza, sino la mujer que había abandonado a su hijo sano.

Cuando Marcos llegó al hospital y le conté mi decisión, su rostro se desfiguró de dolor y rabia.

—¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo puedes hacerle esto a nuestro hijo?

No supe qué responderle. Solo lloré mientras él salía dando un portazo.

Mi madre llegó al día siguiente desde Salamanca. Me abrazó fuerte, pero sentí su decepción como un puñal.

—Lucía, hija… ¿Qué hemos hecho mal contigo?

No era culpa suya ni mía. Era algo más profundo: una herida invisible que nadie quería ver.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Volví a casa sola; Marcos se fue con sus padres y no quiso saber nada de mí. Mis amigas dejaron de llamarme. En el barrio todos susurraban cuando me veían pasar por la panadería o la farmacia.

Intenté buscar ayuda psicológica en el centro de salud, pero las listas de espera eran eternas y las palabras de la psicóloga sonaban vacías: “Tienes que perdonarte”. ¿Cómo se perdona una madre que ha dejado a su hijo?

Soñaba cada noche con el llanto de mi bebé. Me despertaba empapada en sudor, con las manos buscando un cuerpo pequeño que nunca estuvo allí. A veces pensaba en ir al hospital y pedirle perdón a mi hijo, aunque sé que nunca entenderá lo que hice.

Un día recibí una carta del hospital: me informaban de que mi hijo había sido acogido por una familia de Valladolid. Decían que estaba bien cuidado y feliz. Lloré durante horas; lágrimas de alivio y dolor mezcladas.

Hoy han pasado dos años desde aquel día. Sigo viviendo en Salamanca, sola, intentando reconstruir mi vida entre los escombros de la culpa y el silencio social. A veces veo madres paseando con sus hijos por la Plaza Mayor y me pregunto si alguna vez podré perdonarme.

¿Es posible ser buena persona después de tomar una decisión así? ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre lo que sienten y lo que la sociedad espera de ellas? Ojalá alguien tenga el valor de responderme.