La decisión de Nora: Entre el amor y la herencia

—Abuela, ¿puedo hablar contigo un momento? —dije, con la voz temblorosa y las manos sudorosas, mientras ella removía el guiso en la cocina. El aroma a pollo empanado llenaba el pequeño piso de Lavapiés, ese mismo olor que me acompañó durante toda mi infancia. Gabriela se giró despacio, sus ojos cansados pero llenos de esa ternura que solo ella sabía darme.

—Claro, Nora, dime —respondió, secándose las manos en el delantal floreado que tanto le gustaba.

No era fácil. Llevaba semanas ensayando este momento en mi cabeza. Desde que Carmen, mi madre biológica, había vuelto a aparecer tras años de silencio, todo en casa parecía tambalearse. Yo había sido criada por Gabriela desde los seis años, cuando Carmen decidió irse a Barcelona persiguiendo sueños que nunca llegaron. Gabriela me enseñó a leer, a amar el teatro clásico y a sobrevivir a los inviernos duros de Madrid con poco más que un brasero y su cariño.

Pero ahora Carmen volvía, con promesas de reconciliación y una sonrisa que no lograba borrar el dolor de su abandono. Y yo temía perderlo todo: mi hogar, mi abuela… incluso mi propia historia.

—Abuela… —tragué saliva—. Quería hablarte del piso. Sé que no es fácil, pero… ¿has pensado en ponerlo a mi nombre?

Gabriela dejó la cuchara sobre la encimera y me miró largo rato. Sentí que el tiempo se detenía entre nosotras.

—¿Por qué me preguntas eso ahora, hija? —su voz era suave, pero noté un matiz de tristeza.

—Porque tengo miedo —confesé—. Miedo de que si te pasa algo, venga mamá y… bueno, ya sabes cómo es. No quiero perder este sitio. Es lo único que tengo.

Gabriela suspiró y se sentó a mi lado en la mesa de formica. Me tomó la mano con fuerza.

—Nora, tú eres mi niña. Pero Carmen sigue siendo mi hija. No puedo negarle su parte…

—¿Su parte? —interrumpí, incapaz de contenerme—. ¡Se fue! ¡Te dejó sola! Yo he estado aquí todos estos años…

Sentí cómo las lágrimas me ardían en los ojos. Recordé las noches en vela cuidando a Gabriela cuando enfermó de neumonía, los días en los que falté a clase para llevarla al ambulatorio, las tardes de domingo viendo juntas obras de Lorca en la televisión pública.

—No es tan sencillo —dijo ella, acariciándome el pelo—. La sangre tira mucho, Nora. Y aunque Carmen haya estado lejos… sigue siendo mi hija.

En ese momento sonó el timbre. Era Carmen. Entró con su perfume caro y su abrigo nuevo, saludando como si nunca se hubiera ido.

—¡Mamá! ¡Nora! ¿Qué tal estáis? —preguntó con una sonrisa forzada.

Gabriela se levantó despacio y le dio un beso en la mejilla. Yo apenas pude mirarla.

—Estábamos hablando del piso —dije sin rodeos.

Carmen se tensó al instante.

—¿Del piso? ¿Qué pasa con el piso?

—Nora quiere que lo ponga a su nombre —explicó Gabriela con voz cansada.

Carmen soltó una carcajada amarga.

—¿A su nombre? ¡Pero si es mío también! Mamá, no puedes hacer eso…

La discusión se volvió cada vez más tensa. Carmen hablaba de derechos legales, de lo que le correspondía como hija legítima. Yo hablaba de amor, de sacrificio, de los años compartidos con Gabriela. Ella me acusaba de querer aprovecharme; yo le recordaba su ausencia.

Gabriela lloraba en silencio mientras nos veía pelear por lo único que le quedaba: su casa y su familia rota.

Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la ventana del salón viendo las luces de Madrid parpadear en la distancia. Recordé cuando Gabriela me enseñó a hacer croquetas para venderlas en el barrio cuando apenas teníamos para pagar la luz. Recordé sus cuentos sobre su infancia en Toledo, sus manos temblorosas cosiendo mis disfraces para las funciones del colegio.

Al día siguiente intenté hablar con Carmen a solas.

—Mamá…

—No me llames así —me cortó—. No después de todos estos años.

Me dolió más de lo que esperaba.

—Solo quiero que entiendas lo importante que es esto para mí. No quiero pelearme contigo ni con la abuela… pero este piso es mi vida.

Carmen me miró con frialdad.

—Tendrás que acostumbrarte a compartirlo. No todo en la vida es justo, Nora.

Pasaron los días y Gabriela fue apagándose poco a poco. La tensión en casa era insoportable. Un día la encontré sentada en su sillón favorito mirando una foto antigua: ella joven, yo niña en sus brazos.

—No quiero que os peleéis por esto —susurró—. Lo único que deseo es que os cuidéis cuando yo no esté.

Pero yo sabía que eso era imposible. Carmen y yo éramos dos extrañas unidas solo por la sangre y el dolor compartido.

El día que Gabriela murió sentí que una parte de mí se rompía para siempre. El piso quedó en herencia compartida entre Carmen y yo. Ella quiso venderlo enseguida; yo me negué durante meses hasta que no tuve más remedio que marcharme.

Hoy vivo en un estudio pequeño cerca del Retiro. A veces paso por delante del antiguo portal y me quedo mirando las ventanas iluminadas, preguntándome si alguna vez podré llamar hogar a otro sitio.

¿De verdad la sangre pesa más que los años compartidos? ¿Cuánto vale una familia: lo que dicta la ley o lo que dicta el corazón?