La decisión que rompió mi familia: Cuando enviamos a los niños con la abuela

—¡Mamá, por favor, ven a buscarme!—. La voz de Lucas, mi hijo pequeño, temblaba al otro lado del teléfono. Eran apenas las nueve de la noche y ya estaba suplicando volver a casa. Yo, sentada en el suelo del salón, rodeada de cajas sin abrir y el eco de la mudanza aún flotando en el aire, sentí cómo se me partía el alma.

Todo empezó dos años atrás, cuando a Álvaro, mi marido, le ofrecieron una promoción en su empresa de seguros en Madrid. Llevábamos años alquilando pisos diminutos, mudándonos cada vez que subía el alquiler o el casero decidía vender. Yo siempre soñé con un hogar propio, un sitio donde mis hijos pudieran crecer sin miedo a tener que hacer las maletas cada septiembre. Así que cuando Álvaro llegó a casa con la noticia, no lo dudé: “Es el momento. Vamos a hipotecarnos”.

La decisión fue rápida, casi impulsiva. Buscamos un piso en las afueras de Alcalá de Henares, cerca del colegio de los niños y del trabajo de Álvaro. Firmamos papeles, pedimos favores a familiares para la entrada y, en menos de un mes, estábamos rodeados de cajas y muebles desmontados. Para organizar la mudanza y poder limpiar el piso nuevo sin niños correteando entre cables y herramientas, le pedí a mi madre que se llevara a Lucas y a Marta unos días a su casa en Toledo.

—No te preocupes, hija. Aquí estarán bien— me dijo mi madre al recogerlos. Lucas, con sus siete años y su peluche de león bajo el brazo, me abrazó fuerte antes de subir al coche. Marta, con quince años recién cumplidos y esa mezcla de rebeldía y ternura tan suya, apenas me miró.

La primera noche sin ellos fue extraña. Álvaro y yo cenamos pizza fría sentados en el suelo del salón vacío. Hablamos poco. Él estaba agotado y yo no podía dejar de pensar en si habíamos hecho bien. A las nueve y cuarto sonó mi móvil: era Lucas.

—Mamá… ¿puedo volver ya? Aquí huele raro y echo de menos mi cama— sollozaba.

Intenté tranquilizarle: “Solo serán unos días, cariño. Pronto estarás aquí y tendrás tu propia habitación”. Pero colgué con un nudo en la garganta. Álvaro me miró desde la cocina:

—¿Otra vez Lucas?— preguntó con fastidio.

—No está acostumbrado…

—Tampoco podemos estar siempre pendientes de él. Tiene que aprender.

Esa frase me dolió más de lo que debería. ¿Desde cuándo nos habíamos vuelto tan duros?

Los días siguientes fueron un torbellino de estrés: cajas que no cabían en los armarios, facturas inesperadas, vecinos que no saludaban. Álvaro llegaba tarde del trabajo y yo me sentía sola entre paredes desconocidas. Llamaba a los niños cada noche; Lucas lloraba cada vez más y Marta apenas contestaba monosílabos.

El tercer día recibí una llamada de mi madre:

—No sé qué le pasa a Marta. Está rara, no quiere comer ni salir de la habitación. Dice que odia este pueblo y que no quiere volver a casa nueva.

Me sentí culpable. ¿Había sido demasiado egoísta al querer una casa propia? ¿Había subestimado lo difícil que sería para ellos dejar su barrio, sus amigos, su colegio?

Cuando por fin volvieron, Lucas se aferró a mí como si temiera perderme otra vez. Marta entró en su nueva habitación, cerró la puerta y no salió hasta la hora de cenar.

Las semanas siguientes fueron una pesadilla silenciosa. Lucas empezó a tener pesadillas y se orinaba en la cama. Marta se volvió aún más distante; sus notas bajaron y empezó a faltar al instituto sin avisar. Álvaro y yo discutíamos cada noche: él decía que era cuestión de tiempo, yo sentía que todo se desmoronaba.

Una tarde encontré a Marta llorando en el parque del barrio.

—¿Por qué me habéis hecho esto?— me gritó entre sollozos.— ¡Aquí no tengo a nadie! ¡Odiáis mi vida!

Intenté abrazarla pero me apartó con rabia. Me sentí impotente.

La situación empeoró cuando Álvaro perdió parte de su comisión por un recorte inesperado en la empresa. El dinero empezó a escasear; tuvimos que pedir ayuda a mis padres para pagar una derrama del edificio. Las discusiones se hicieron más frecuentes y más crueles.

Una noche, después de una pelea especialmente dura con Álvaro sobre el futuro de Marta (“¡No podemos permitir que tire su vida por la borda!”), me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

Empecé a preguntarme si todo esto había merecido la pena. Si la estabilidad material podía compensar el dolor emocional que habíamos causado a nuestros hijos… y entre nosotros mismos.

Hoy, dos años después, seguimos viviendo aquí. Lucas ya no llora por las noches pero sigue durmiendo con su peluche apretado contra el pecho. Marta apenas nos habla; ha encontrado un grupo nuevo de amigos pero yo sé que aún nos guarda rencor por haberle arrancado de su mundo.

Álvaro y yo apenas compartimos más que silencios incómodos y cuentas por pagar.

A veces me despierto en mitad de la noche preguntándome: ¿En qué momento dejamos de ser una familia feliz? ¿Fue culpa mía por querer un hogar propio? ¿O simplemente es imposible proteger siempre a quienes más queremos?

¿Vosotros qué pensáis? ¿De verdad una casa puede valer tanto como para perder la paz familiar? ¿O hay decisiones que nunca dejan de perseguirnos?