La herencia de la discordia: Cuando el pasado llama a la puerta

—¿Así que te casas otra vez, Álvaro? —La voz de Carmen retumbó en el rellano, tan fría como el mármol de la escalera. Yo sostenía las llaves del piso que acababa de vender, y el eco de su pregunta me heló la sangre. No esperaba verla allí, ni mucho menos escuchar lo que venía después.

—Sí, Carmen. Lucía y yo… Bueno, hemos decidido dar el paso —respondí, intentando mantener la compostura mientras el portero miraba de reojo, fingiendo limpiar el buzón.

Carmen se acercó, su bolso colgando del brazo como un escudo. —Entonces supongo que ya tendrás claro que la mitad de lo que saques por este piso me corresponde. No pienso dejar que te lleves todo lo que fue de mi hija.

Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. El piso había sido nuestro hogar durante diez años, hasta que Marta y yo nos divorciamos. Ella se marchó a Barcelona con otro hombre y yo me quedé en Madrid, reconstruyendo mi vida entre las ruinas de lo que fue una familia. El piso estaba a mi nombre, pero Carmen siempre había considerado que era «de Marta». Ahora, con la venta cerrada y mi nueva boda en puertas, el pasado volvía a reclamar su parte.

Esa noche no pude dormir. Lucía me abrazó en la cama, notando mi tensión. —¿Qué ha pasado? —susurró.

—Carmen apareció hoy. Quiere la mitad del dinero del piso. Dice que le corresponde por ser de Marta.

Lucía suspiró. —¿Y legalmente?

—Legalmente es mío. Pero… —Me quedé callado. ¿Pero qué? ¿Que me sentía culpable? ¿Que temía volver a ser el malo de la película?

Los días siguientes fueron un desfile de llamadas y mensajes. Carmen no cedía. «No es por mí, es por Marta», repetía una y otra vez. Mi madre, Pilar, se enteró y no tardó en opinar:

—¡Esa mujer siempre ha sido una manipuladora! Álvaro, no le des ni un euro. Bastante hiciste por esa familia.

Pero yo recordaba las tardes en las que Carmen me cuidaba cuando Marta trabajaba hasta tarde; los veranos en Benidorm con toda la familia; los domingos de cocido y sobremesa interminable. ¿Cómo podía borrar todo eso?

Una tarde recibí un mensaje de Marta: «Mi madre está muy alterada. No quiero líos, pero entiende que para ella ese piso es parte de nuestra historia».

Me senté en un banco del Retiro, viendo cómo los niños jugaban al fútbol mientras los mayores discutían sobre política y fútbol. Me pregunté si algún día podría dejar atrás ese sentimiento de deuda eterna con los demás.

El día de la firma en la notaría fue un suplicio. Carmen apareció sin avisar, acompañada de su hermana Rosario. —Solo venimos a asegurarnos de que todo se hace bien —dijo Rosario, mirando al notario como si fuera un ladrón.

El notario me miró con compasión. —Don Álvaro, usted es el único propietario según consta en el registro. No hay obligación legal alguna.

Pero la presión social era otra cosa. Los vecinos cuchicheaban en el portal: «Pobre Carmen, después de todo lo que ha pasado…» Mi hermana Inés me llamó esa noche:

—Haz lo que creas justo, Álvaro, pero no te dejes chantajear por los sentimientos. Piensa en ti y en Lucía.

Lucía intentaba animarme: —Podemos empezar de cero donde sea. El dinero no lo es todo.

Pero yo sabía que no era solo dinero: era cerrar una etapa, poner fin a años de culpa y rencor.

Una tarde decidí enfrentarme a Carmen cara a cara. Nos sentamos en una cafetería cerca del barrio donde crecimos todos.

—Carmen, sé lo importante que fue este piso para ti y para Marta. Pero también sabes todo lo que he pasado desde el divorcio. No puedo darte la mitad del dinero porque legalmente no te corresponde y porque necesito ese dinero para empezar mi nueva vida con Lucía.

Carmen bajó la mirada, removiendo el café con gesto nervioso.

—No es por mí, Álvaro… Es que siento que todo se ha ido al traste. Que nada queda ya de lo que fuimos familia.

—Quizá sea hora de dejar ir el pasado —dije suavemente—. Dejarlo ir para poder vivir en paz.

Nos quedamos en silencio largo rato. Al salir, sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza.

Hoy escribo esto desde el nuevo piso que comparto con Lucía. A veces me pregunto si hice bien o mal; si debería haber cedido algo por cerrar heridas o si era hora de pensar en mí mismo por primera vez en años.

¿Hasta qué punto debemos cargar con las expectativas y demandas del pasado? ¿Es posible empezar de cero sin traicionar lo que fuimos?