La mentira del espejo: Cuando la juventud es solo una máscara
—¿Otra vez te has hecho algo en la cara, mamá? —La voz de Lucía, mi hija, retumba en el pasillo mientras yo intento disimular el ardor en mis mejillas recién inyectadas.
Me miro en el espejo del baño. La luz blanca resalta cada línea que intento borrar. Me paso los dedos por la piel tensa, buscando a la Carmen que fui, la que reía sin miedo a las arrugas. Pero esa Carmen se ha ido. Ahora solo queda esta versión pulida y artificial que todos admiran y yo detesto.
—No empieces, Lucía —respondo, intentando sonar firme—. Es solo un tratamiento, nada más.
Ella entra sin pedir permiso. Sus ojos oscuros, tan parecidos a los míos antes de perderse entre cremas y bisturís, me miran con una mezcla de tristeza y rabia.
—¿No te das cuenta de que ya no eres tú? Papá lo decía antes de irse: te estás perdiendo en esa obsesión.
El nombre de Antonio me golpea como una bofetada. Hace dos años que se marchó con una mujer diez años menor. Desde entonces, mi lucha contra el tiempo se volvió una guerra sin tregua. Cada arruga era una derrota; cada cumplido sobre mi aspecto, una victoria pírrica.
En el trabajo todos me admiran. Soy la directora de marketing en una empresa de cosmética en Madrid. Mis compañeras me preguntan el secreto de mi piel, mis jefes me ponen como ejemplo de imagen corporativa. Pero nadie sabe que cada noche lloro en silencio, temiendo el día en que el espejo ya no pueda mentir.
Mi madre, Rosario, siempre dice que estoy loca. —En mis tiempos, las mujeres envejecíamos con dignidad —me repite mientras pela patatas en la cocina del piso familiar en Chamberí—. Ahora parecéis muñecas de escaparate.
—Mamá, los tiempos han cambiado —le respondo, aunque ni yo misma me lo creo.
La presión social es brutal. En las reuniones familiares, mis primas comentan lo bien que me conservo. En Instagram recibo mensajes de desconocidos pidiéndome consejos para «no envejecer nunca». Pero nadie pregunta cómo me siento realmente.
Una tarde cualquiera, mientras paseo por el Retiro con mi amiga Pilar, ella se atreve a decir lo que nadie más se atreve:
—Carmen, ¿de verdad eres feliz así? Porque yo te echo de menos. Echo de menos a la mujer que se reía a carcajadas y no le importaba salir sin maquillaje.
Me detengo bajo un castaño y siento que las lágrimas amenazan con romper el dique. No sé qué responderle. ¿Feliz? No recuerdo la última vez que lo fui sin pensar en mi aspecto.
Esa noche, Lucía vuelve a casa tarde. La oigo llorar en su habitación. Me acerco y la encuentro abrazada a su almohada.
—¿Qué te pasa? —pregunto suavemente.
—No quiero convertirme en ti —susurra—. No quiero vivir pendiente del espejo ni sentirme insuficiente nunca.
Sus palabras me atraviesan como un cuchillo. ¿Qué ejemplo le estoy dando? ¿Qué legado le dejo?
Al día siguiente, decido no maquillarme para ir al trabajo. Siento las miradas curiosas de mis compañeros. Algunos preguntan si estoy enferma; otros simplemente apartan la vista incómodos. Me siento desnuda, vulnerable… pero también extrañamente libre.
Esa noche llamo a mi madre.
—Rosario, ¿puedo ir a cenar contigo?
Ella no pregunta nada. Solo dice:
—Aquí tienes tu sitio, hija.
En la mesa familiar, entre risas y recuerdos, empiezo a sentirme viva otra vez. Mi madre me acaricia la mano y susurra:
—La belleza está en vivir sin miedo a ser quien eres.
Pasan los meses y poco a poco aprendo a reconciliarme con mi reflejo. Lucía y yo volvemos a hablar como antes; incluso nos reímos juntas de las fotos antiguas donde posaba intentando parecer perfecta.
Un día recibo un mensaje de Antonio:
«Te veo mejor que nunca.»
No le respondo. Por primera vez en años, no necesito su aprobación ni la de nadie.
Ahora entiendo que la verdadera juventud no está en la piel lisa ni en los pómulos altos, sino en la capacidad de aceptarse y quererse tal como uno es.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en esta mentira del espejo? ¿Cuándo aprenderemos a mirarnos con los ojos del corazón y no con los del miedo?