La mujer invisible: la historia de Marta

—¿Ya te vas, mamá? —preguntó Lucía sin mirarme, mientras revisaba su celular y se ponía los audífonos.

Asentí en silencio. Nadie más en la casa parecía notar mi presencia. Ni mi esposo, ni mis hijos. Ni siquiera el perro me seguía ya con la mirada. Salí al pasillo del edificio, donde las paredes descascaradas y el olor a humedad eran mis únicos testigos. Bajé los escalones con cuidado; el tercero siempre crujía, pero nadie más lo escuchaba. Veinte años viviendo aquí y nunca sentí tanto frío como hoy.

En la calle, la ciudad rugía. Gente apurada, vendedores ambulantes, el camión de la basura. Caminé hacia la parada del camión, apretando mi bolsa contra el pecho. Nadie me miraba. Nadie me saludaba. Era como si fuera parte del mobiliario urbano: un poste más, una sombra más.

Me subí al camión y busqué un asiento junto a la ventana. Un joven con audífonos me empujó sin disculparse. Una señora mayor me miró de reojo, pero enseguida apartó la vista. Me pregunté si alguna vez yo había hecho lo mismo con mi madre. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me preguntó cómo estaba?

En la farmacia, esperé mi turno. La joven detrás del mostrador ni siquiera levantó la vista cuando le pedí mis medicinas para la presión.

—¿Nombre? —preguntó mecánicamente.

—Marta González —respondí.

Tecleó algo en la computadora y me entregó la caja sin mirarme.

—Siguiente.

Salí a la calle sintiéndome más ligera, como si cada día perdiera un poco más de peso, de sustancia, de existencia. Caminé de regreso a casa, pensando en mi madre, en cómo yo también la ignoré tantas veces cuando era joven. ¿Será que todas las mujeres de mi familia estamos condenadas a desaparecer?

Al llegar al edificio, vi a Doña Rosa barriendo la entrada.

—Buenos días, Doña Rosa —dije con una sonrisa tímida.

Ella asintió sin detenerse. Seguí mi camino hasta el departamento. Al abrir la puerta, escuché las risas de mis hijos viendo televisión. Mi esposo estaba en el sillón, leyendo el periódico. Nadie notó que entré.

Fui a la cocina y preparé café. El aroma llenó el aire, pero nadie vino a buscar una taza. Me senté frente a la ventana y observé el tráfico en la avenida. Pensé en los años que pasaron tan rápido: los cumpleaños infantiles, las tareas escolares, los domingos en Chapultepec. Ahora todo era silencio y pantallas encendidas.

Por la tarde, Lucía entró a la cocina.

—¿Me das para el camión? —preguntó sin mirarme.

Le di unas monedas y se fue sin decir gracias. Sentí un nudo en la garganta. ¿En qué momento me convertí en una sombra para ellos?

Esa noche, mientras todos dormían, busqué una caja vieja en el clóset. Fotos amarillentas, cartas de amor de mi esposo cuando éramos novios, dibujos de mis hijos cuando eran pequeños. Lágrimas silenciosas rodaron por mis mejillas.

Al día siguiente, decidí hacer algo diferente. Me puse mi mejor blusa y salí temprano al parque cercano. Me senté en una banca y observé a las personas pasar: madres con niños pequeños, parejas jóvenes, ancianos jugando ajedrez.

Una señora se sentó a mi lado. Tenía el cabello blanco y los ojos tristes.

—¿Viene seguido? —me preguntó.

Negué con la cabeza.

—Yo tampoco —dijo ella—. Mi hija vive lejos y casi no me llama.

Nos quedamos en silencio unos minutos.

—A veces siento que ya no existo —confesé de pronto.

Ella asintió.—A mí me pasa igual. Pero aquí estamos, ¿no? Tal vez eso signifique algo.

Nos sonreímos tímidamente. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien me veía.

Regresé a casa con una extraña sensación de esperanza. Preparé la cena y puse la mesa con esmero. Cuando todos se sentaron a comer, respiré hondo y hablé:

—Quiero decirles algo —dije con voz temblorosa.

Todos levantaron la vista sorprendidos.

—Me siento invisible —confesé—. Siento que nadie me escucha ni me ve. Y eso duele mucho.

Hubo un silencio incómodo. Mi esposo dejó el tenedor sobre el plato.

—Marta… no sabía que te sentías así —dijo bajando la mirada.

Lucía frunció el ceño.—Mamá, perdón… no me había dado cuenta.

Mi hijo menor se acercó y me abrazó fuerte.—Te quiero mucho, mamá —susurró.

Lloré frente a ellos por primera vez en años. Lloré por todo lo que callé, por todo lo que perdí y por todo lo que aún podía recuperar.

Esa noche dormí tranquila. Al día siguiente, Lucía me invitó a caminar al parque. Mi esposo me preguntó cómo estaba antes de irse al trabajo. Poco a poco, empecé a sentirme viva otra vez.

Ahora sé que no soy invisible. Que mi voz importa. Que aún tengo mucho por vivir y por decir.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez se han sentido invisibles en su propia casa? ¿Qué harían para volver a ser vistos?