La niña que esperaba a su madre: Historia de pérdida, esperanza y un nuevo hogar

—¡No te vayas, mamá! —grité, aferrándome a su abrigo mientras la asistenta social me apartaba con suavidad, pero con firmeza. Tenía siete años y el mundo se me rompía en mil pedazos en aquel portal húmedo de Triana. Mi madre, Carmen, no me miró a los ojos; solo bajó la cabeza y murmuró algo que nunca llegué a entender. El portazo resonó como un trueno en mi pecho.

A partir de ese día, el tiempo dejó de tener sentido. Me llevaron a un centro de menores en las afueras de Sevilla, un edificio frío donde los días se sucedían iguales, con el olor a lejía y la voz áspera de la directora, doña Pilar. Allí aprendí a no llorar delante de los demás niños, porque las lágrimas eran como sangre en un mar de tiburones: te hacían débil, te convertían en blanco fácil para las burlas de Esteban y los demás mayores.

Las noches eran lo peor. Me tapaba la cabeza con la almohada para no oír los sollozos de Marta, mi compañera de habitación, ni los gritos lejanos de algún niño que soñaba con monstruos o con padres que nunca volvían. Yo soñaba siempre lo mismo: mi madre regresando, abrazándome fuerte y prometiéndome que todo había sido un error. Pero cada mañana despertaba sola, con el corazón encogido y la esperanza un poco más pequeña.

—¿Por qué no viene tu madre? —me preguntó una vez Marta, con esa crueldad inocente que solo tienen los niños.
—Está enferma —mentí—. Pero va a venir pronto.

La verdad era que no lo sabía. Nadie me explicaba nada. Solo escuchaba fragmentos de conversaciones entre las educadoras: «la situación es complicada», «la madre no está en condiciones», «la niña necesita estabilidad». Yo solo necesitaba a mi madre.

Pasaron los años y aprendí a sobrevivir. Me hice amiga de Marta y juntas inventábamos historias sobre nuestras familias: que mi madre era cantante en Madrid y que volvería a buscarme cuando triunfara; que el padre de Marta era torero y nos llevaría a vivir a una finca llena de caballos. Eran mentiras piadosas para soportar la realidad.

Un día, cuando tenía diez años, llegó una pareja al centro. Se llamaban Antonio y Teresa. Eran diferentes a los demás adultos: sonreían mucho y me miraban como si realmente me vieran. Me invitaron a pasar un fin de semana con ellos en su casa del Aljarafe. Recuerdo el olor a guiso de Teresa, el sonido del piano que Antonio tocaba por las tardes y la calidez del sofá donde me dormí viendo una película.

—¿Te gustaría venir más veces? —me preguntó Teresa, acariciándome el pelo.
No supe qué responder. Quería decir sí, pero sentía que traicionaba a mi madre.

Volví al centro y durante semanas rechacé sus invitaciones. Tenía miedo de quererlos, miedo de olvidar a mi madre. Pero la soledad era más fuerte. Poco a poco empecé a pasar más tiempo con ellos: primero los fines de semana, luego las vacaciones. Antonio me enseñó a montar en bici; Teresa me ayudaba con los deberes y me leía cuentos antes de dormir.

Un día, mientras recogíamos naranjas en el patio, Teresa me abrazó y me dijo:
—Lucía, queremos ser tu familia si tú quieres.

Me eché a llorar. No sabía si era felicidad o miedo lo que sentía. ¿Y si mi madre volvía? ¿Y si se enfadaba conmigo por tener otra familia?

Pasaron meses hasta que acepté mudarme con ellos definitivamente. El día que me fui del centro, Marta me abrazó fuerte:
—No te olvides de mí —me susurró.
—Nunca —le prometí.

La vida con Antonio y Teresa fue diferente a todo lo que había conocido. Había reglas, sí, pero también risas, abrazos y una sensación extraña de pertenencia. Aprendí a confiar otra vez, aunque cada vez que sonaba el teléfono temblaba por si era mi madre reclamándome.

A los quince años recibí una carta del juzgado: mi madre había fallecido hacía meses en un hospital de Cádiz. Nadie había sabido cómo localizarme antes. Sentí un vacío inmenso, una rabia sorda contra el mundo y contra ella por haberme dejado sola tanto tiempo.

Antonio me encontró llorando en el jardín aquella noche.
—No tienes que ser fuerte todo el tiempo —me dijo—. Aquí puedes llorar lo que quieras.

Lloré hasta quedarme dormida en sus brazos. Al día siguiente, Teresa me preparó mi desayuno favorito y me acompañó al instituto como si nada hubiera pasado. Pero algo había cambiado dentro de mí: ya no esperaba más milagros ni regresos imposibles. Empecé a aceptar que mi familia era esa pareja que había elegido quererme sin condiciones.

Hoy tengo veintidós años y estudio Trabajo Social en la Universidad de Sevilla. Sigo visitando a Marta, que ahora vive en Valencia con una familia maravillosa. A veces pienso en mi madre y en todo lo que pudo haber sido. Pero también pienso en Antonio y Teresa, en las segundas oportunidades y en cómo el amor puede encontrarte cuando menos lo esperas.

¿De verdad somos dueños de nuestro destino o solo aprendemos a sobrevivir con lo que nos toca? ¿Cuántos niños siguen esperando a alguien que nunca volverá? Me gustaría saber qué pensáis vosotros.