La noche en que mi suegro rompió el hechizo

—¡No puede ser! —pensé mientras apretaba la mano de Javier, mi recién estrenado marido, en la penumbra del pasillo. El eco de las risas y los cánticos de la boda aún flotaban en el aire del cortijo sevillano, pero mi corazón latía con una mezcla de incredulidad y rabia.

—Papá, ¿pero qué haces aquí? —susurró Javier, intentando no levantar la voz para no alertar a los primos que seguían de juerga en el patio.

Héctor, su padre, se plantó en la puerta de nuestra habitación con una sonrisa forzada y una manta bajo el brazo. —Hijo, Lucía, no os asustéis. Es solo una noche. Es la tradición en nuestra familia: el padre duerme con los recién casados para bendecir el espíritu del nacimiento del primer hijo. Así lo hizo mi padre conmigo y así lo haré yo con vosotros.

Me quedé helada. ¿Tradición? ¿En pleno siglo XXI? Miré a Javier buscando complicidad, pero él bajó la mirada, atrapado entre la lealtad a su familia y el deseo de proteger nuestro espacio.

—Papá, esto es muy raro… —intentó Javier, pero Héctor ya estaba descalzándose.

—No seas cabezón, hijo. Es solo una noche. Mañana ni os acordaréis —dijo mientras se acomodaba entre los dos lados de la cama.

Yo sentí cómo la rabia me subía por dentro. ¿Y mis deseos? ¿Y nuestra intimidad? ¿Acaso nadie pensaba en mí? Recordé las palabras de mi madre esa misma tarde: “En las bodas siempre hay sorpresas, hija. Pero lo importante es que os tengáis el uno al otro”.

La habitación olía a azahar y a vino dulce. Afuera, los grillos cantaban y las luces de farolillos bailaban en la brisa cálida. Pero dentro, el ambiente era irrespirable. Me tumbé al borde del colchón, mirando al techo, mientras Héctor roncaba suavemente entre nosotros.

—Lucía, ¿estás bien? —susurró Javier en la oscuridad.

—No —contesté sin rodeos—. Esto no es normal. No quiero empezar nuestra vida así.

Javier suspiró. —Lo siento. No sé cómo decirle que no.

—Pues tendrás que aprender —le espeté—. Porque si no ponemos límites ahora, nunca seremos nosotros mismos.

La noche se hizo eterna. Cada vez que intentaba cerrar los ojos, sentía el peso de la tradición como una losa sobre mi pecho. Recordé todas las veces que había escuchado a amigas quejarse de las familias políticas metiéndose donde no les llaman, pero jamás imaginé vivirlo tan pronto y tan brutalmente.

Al amanecer, cuando los primeros rayos dorados entraron por la ventana, Héctor se desperezó y nos miró con ternura.

—Gracias por dejarme cumplir con esto. Ahora sí que estáis bendecidos —dijo antes de marcharse, como si nada hubiera pasado.

Javier me abrazó fuerte. —Perdóname, Lucía. Te prometo que nunca más dejaré que nadie se meta entre nosotros.

Le creí, pero algo dentro de mí había cambiado. Aquella noche me enseñó que las tradiciones pueden ser cadenas si no se cuestionan; que el amor propio también es defender tu espacio; y que empezar una nueva vida juntos significa aprender a decir “no” incluso a quienes más queremos.

¿Hasta dónde debemos ceder por respeto a la familia? ¿Dónde está el límite entre honrar las costumbres y perderse a uno mismo? Quizá esa sea la verdadera pregunta que todos deberíamos hacernos antes de dar el sí quiero.