La noche en que perdí a Lucía: Historia de una abuela entre la culpa y el perdón
—¡Carmen, ¿qué has hecho?! —gritó mi hija Marta, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras sostenía a Lucía en brazos, su cuerpecito temblando de fiebre.
Aún puedo oír el eco de su voz en el pasillo del hospital de Salamanca, donde las luces blancas parecían burlarse de mi angustia. Aquella noche, la noche en que perdí a Lucía —aunque no para siempre, gracias a Dios—, fue el principio del fin de la familia que yo creía tener.
Todo empezó como cualquier otra tarde de viernes. Marta me dejó a Lucía y a su hermano pequeño, Diego, para irse con su marido a una cena de empresa. Yo preparé croquetas y tortilla, como siempre. Lucía estaba contenta, jugando con las muñecas en el salón mientras Diego veía dibujos animados. Pero al caer la tarde, Lucía empezó a decir que le dolía la barriga. Pensé que era una indigestión, quizás por las chucherías que le había dado después de cenar.
—Abuela, me duele mucho… —me dijo con voz bajita.
Le puse una mano en la frente: ardía. Busqué el termómetro y marcaba 39,5º. Me asusté, pero intenté tranquilizarla y le di un poco de paracetamol infantil. Pensé que bajaría la fiebre. No quise molestar a Marta; siempre me decía que exageraba con los niños.
Pero la fiebre no bajaba. Lucía empezó a vomitar y a delirar. Eran las dos de la madrugada cuando decidí llamar a Marta. Ella llegó corriendo, descompuesta, y al ver a Lucía así, me gritó como nunca antes lo había hecho.
—¡¿Por qué no me llamaste antes?! ¡¿Por qué no la llevaste al hospital?!
No supe qué responder. Me sentí pequeña, inútil, culpable. En el hospital diagnosticaron una infección grave. Los médicos dijeron que si hubiéramos tardado más, podría haber sido fatal.
Durante los días siguientes, Marta apenas me dirigió la palabra. Mi yerno ni siquiera me miraba. Yo iba cada día al hospital con la esperanza de ver a Lucía sonreír otra vez, pero también con el miedo de enfrentarme a mi hija. Me sentaba en la sala de espera, rodeada de otras familias rotas por el dolor, preguntándome en qué momento dejé de ser la abuela perfecta.
Una tarde, mientras Marta estaba fuera hablando con los médicos, me acerqué a Lucía. Ella abrió los ojos y me sonrió débilmente.
—Abuela, ¿me cuentas un cuento?
Se me rompió el alma. Le conté el cuento del ratoncito Pérez, como cuando era pequeña. Sentí que quizá ella sí podía perdonarme, aunque yo misma no pudiera hacerlo.
Cuando Lucía mejoró y volvió a casa, todo había cambiado. Marta ya no me dejaba sola con los niños. Las cenas familiares se volvieron tensas; mi marido intentaba mediar, pero yo veía en los ojos de mi hija una herida abierta.
Una noche, después de una discusión especialmente dura —Marta me reprochó que siempre había querido imponer mi manera de hacer las cosas—, me encerré en mi habitación y lloré como una niña. Recordé mi propia infancia en Zamora, cuando mi madre también cometió errores conmigo y yo juré que nunca sería así con mis hijos o nietos.
Pasaron semanas. Un día recibí una carta de Marta. No podía mirarme a la cara aún, pero necesitaba decirme lo que sentía:
“Sé que lo hiciste lo mejor que supiste. Pero tengo miedo. No quiero perder a mi hija por un descuido. Necesito tiempo para confiar otra vez.”
Le respondí con otra carta:
“Perdóname por no haber sabido ver la gravedad del momento. No soy perfecta. Te quiero más que a nada en este mundo.”
El tiempo fue pasando y poco a poco Marta empezó a dejarme ver a los niños bajo su supervisión. Ya nada era igual; la confianza se había roto como un jarrón antiguo que intentas pegar pero siempre quedan grietas.
Un día, mientras paseaba con Lucía por el parque del Retiro —Marta nos vigilaba desde lejos—, Lucía me preguntó:
—Abuela, ¿por qué estás triste?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña que el amor también puede doler? Que a veces los errores pesan más que los recuerdos bonitos.
Ahora han pasado dos años desde aquella noche. La relación con Marta es cordial pero distante. Echo de menos las tardes en las que los niños corrían por mi casa sin miedo ni reproches. A veces pienso si algún día podré perdonarme del todo o si esta culpa será mi compañera hasta el final.
¿Quién no ha cometido errores cuidando de quienes más ama? ¿Es posible reconstruir lo que se ha roto o hay heridas que nunca cierran? ¿Vosotros qué pensáis?