La Noche Que Lo Cambió Todo: Un Corazón de Madre Roto

—¡No, Sergio, no me digas que has salido otra vez con esa moto! —grité al teléfono, la voz temblorosa, mientras el frío de la madrugada se colaba por la ventanilla del coche. El pitido del semáforo me devolvió a la realidad. Había terminado mi turno en el hospital, agotada, con las manos aún oliendo a desinfectante y el corazón encogido por la preocupación constante que me acompañaba desde que Sergio cumplió diecisiete años.

Pero esa noche, algo era distinto. Había pasado toda la tarde inquieta, sin poder concentrarme en los pacientes ni en los informes. El presentimiento era tan denso que casi podía tocarlo. Cuando vi las luces azules de la policía cortando la Avenida de Portugal, sentí un escalofrío. Salamanca estaba tranquila, pero esa noche, el aire olía a tragedia.

Aparqué el coche y caminé hacia el cordón policial. Un agente me detuvo:

—Señora, no puede pasar.

—Trabajo en el hospital, soy Carmen López, enfermera. ¿Qué ha pasado?

El agente dudó un instante. Vi el reflejo de las luces en sus ojos cansados.

—Ha habido un accidente de moto. El chico está grave. Lo llevan ahora mismo al hospital.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. El nombre de Sergio retumbó en mi cabeza como un eco sordo. Corrí hacia el hospital, las piernas me temblaban. Cada paso era una súplica: «Que no sea él, por favor, que no sea él».

Al llegar a Urgencias, vi a mi marido, Luis, con la cara desencajada y los ojos enrojecidos. No hizo falta que dijera nada. Me abrazó tan fuerte que casi me rompió las costillas.

—Carmen, es Sergio. Está muy mal.

Las horas siguientes fueron una pesadilla. Los médicos, mis compañeros, iban y venían con palabras técnicas y miradas graves. Yo conocía ese lenguaje: lo usábamos para preparar a las familias para lo peor. Ahora era yo la familia.

Mi hija pequeña, Lucía, llegó llorando, repitiendo entre sollozos:

—Mamá, ¿por qué Sergio? ¿Por qué siempre tiene que hacer lo que le da la gana?

No supe qué responderle. La culpa me devoraba por dentro. ¿Había sido demasiado blanda? ¿Demasiado estricta? ¿En qué momento perdí el control sobre mi propio hijo?

Luis se encerró en sí mismo. No hablaba, no lloraba. Solo miraba por la ventana del pasillo, como si esperara ver aparecer a Sergio sano y salvo, como cuando era niño y se caía de la bici y venía corriendo a mis brazos.

Las horas pasaron lentas, crueles. Cada vez que se abría la puerta de la UCI, mi corazón se detenía. Finalmente, el doctor Martín salió con el rostro serio.

—Carmen, ha salido de la operación, pero está muy grave. Hay que esperar.

Me dejaron entrar a verle. Allí estaba mi hijo, tan frágil, tan distinto al adolescente rebelde que discutía conmigo por todo. Le cogí la mano y sentí una punzada de dolor tan intensa que apenas podía respirar.

—Sergio, hijo, por favor, no me dejes —susurré entre lágrimas—. Perdóname si no he sabido cuidarte mejor.

Esa noche, sentada junto a su cama, recordé todas las discusiones, los portazos, las veces que le grité por miedo y no por enfado. Recordé también las risas, los abrazos, los partidos de fútbol en el parque de La Alamedilla. ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía?

A la mañana siguiente, la noticia del accidente estaba en boca de todos. Los vecinos llamaban, algunos para ofrecer ayuda, otros para criticar:

—Es que los jóvenes de hoy no tienen respeto por nada —decía la señora Pilar, la vecina del tercero.

—¿Y dónde estaban los padres? —susurraba otra voz al fondo del pasillo.

Sentí la vergüenza y el juicio de todos como una losa sobre mis hombros. Pero lo peor era el silencio de Luis. No me miraba, no me hablaba. Por primera vez en veinte años de matrimonio, sentí que estábamos a punto de rompernos.

Lucía se encerró en su habitación. No quería comer, no quería hablar. Solo lloraba y escuchaba música a todo volumen para no oír mis sollozos.

Pasaron los días. Sergio seguía en coma. Cada mañana era una tortura: abrir los ojos y recordar que mi hijo estaba entre la vida y la muerte. Me culpaba por cada decisión, por cada permiso concedido, por cada vez que le dejé salir con la moto porque «todos sus amigos tenían una».

Una tarde, mientras le sujetaba la mano, sentí que apretaba mis dedos. Llamé a los médicos. Poco a poco, Sergio fue despertando. No hablaba mucho. Estaba asustado, confundido. La rehabilitación fue larga y dolorosa. Hubo días en los que gritaba de rabia, otros en los que lloraba como un niño pequeño.

Luis y yo discutíamos cada vez más. Él me culpaba por ser demasiado permisiva. Yo le reprochaba su ausencia, su frialdad. La casa se llenó de reproches y silencios. Lucía se fue a vivir con su abuela durante unas semanas. No soportaba el ambiente en casa.

Un día, Sergio me miró a los ojos y me dijo:

—Mamá, ¿por qué nunca me escuchaste de verdad? Siempre estabas trabajando o preocupada por todo menos por mí.

Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. Me di cuenta de que, en mi intento de protegerle, le había perdido de vista. Había dejado que el miedo guiara mis decisiones.

Hoy, meses después, Sergio camina con dificultad pero está vivo. Nuestra familia no es la misma. Hay heridas que tardarán en cerrar. Pero cada día intento escucharle más, abrazarle más fuerte, decirle que le quiero aunque a veces no sepa cómo hacerlo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres viven con este miedo cada noche? ¿Cuántos hijos se sienten solos aunque tengan una familia cerca? ¿De verdad sabemos escuchar a quienes más queremos?