La nota bajo la lluvia: un encuentro que cambió mi destino

—¡Dale, Kinga, apurate!—me grité a mí misma mientras el viento helado de Buenos Aires me azotaba la cara y la lluvia empapaba hasta los huesos mi vieja campera. Era una noche de esas en que el cielo parece querer tragarse la ciudad entera, y yo, con los pies mojados y el estómago vacío, caminaba rápido por la avenida Corrientes rumbo al supermercado chino.

No tenía mucho dinero, apenas lo justo para comprar un poco de pan y algo de fiambre barato. Mamá estaba en casa, con fiebre, y mi hermano menor, Tomás, lloraba porque no había leche para la cena. La vida nunca había sido fácil para nosotros desde que papá se fue con otra mujer a Córdoba y nos dejó con las cuentas y el alquiler atrasado.

Al doblar la esquina de Pueyrredón, lo vi. Un hombre sentado en el suelo, cubierto con cartones y una frazada mugrienta. Temblaba. Tenía la barba crecida y los ojos hundidos, pero cuando me miró, sentí que me atravesaba el alma. No sé por qué, pero frené en seco.

—¿Tenés algo para comer?—me preguntó con voz ronca.

Miré la bolsita con la shawarma que había comprado para mí y el café caliente que me había regalado el chino del súper porque me vio tiritando. Dudé. Yo también tenía hambre, pero algo dentro mío me obligó a agacharme.

—Tomá—le dije, extendiéndole la comida—. Es poco, pero te va a calentar.

El hombre me miró fijo. Sus manos temblorosas recibieron la bolsa como si fuera un tesoro. Me sonrió apenas, mostrando los dientes rotos.

—Gracias, hija. Nadie se detiene nunca…

Me quedé ahí unos segundos, sin saber qué decir. Quise preguntarle su nombre, pero él rebuscó entre sus cosas y sacó un papel arrugado.

—Tomá esto—me dijo—. No lo abras hasta llegar a tu casa. Es importante.

Me lo metió en la mano y yo, sin entender nada, seguí mi camino bajo la lluvia.

Esa noche, mientras mamá dormía y Tomás por fin se calmaba abrazado a su peluche roto, recordé el papel. Lo saqué del bolsillo y lo abrí con manos temblorosas:

«No todo lo que perdiste está perdido. Busca en el armario azul de la abuela. Ahí está tu respuesta.»

Sentí un escalofrío. El armario azul estaba en la casa de mi abuela Marta, en Avellaneda. Hacía años que no íbamos porque mamá se peleó con ella después de una discusión fea sobre papá. Pero algo en esa nota me quemaba por dentro.

Al día siguiente, inventé una excusa para faltar al colegio y tomé el tren hasta Avellaneda. El barrio estaba igual de gris y triste que siempre. Toqué timbre con miedo; mi abuela abrió la puerta con cara de sorpresa.

—¿Kinga? ¿Qué hacés acá sola?

No supe qué decirle. Me largué a llorar como una nena y ella me abrazó fuerte.

—Perdoname, abuela…

Entré a la casa y fui directo al armario azul del pasillo. Busqué entre las mantas viejas hasta que encontré una caja de madera con mi nombre escrito en marcador.

La abrí: adentro había cartas de papá para mamá, fotos de cuando éramos felices y… un sobre con dinero. Mucho más de lo que jamás había visto en mi vida.

Mi abuela me miró con lágrimas en los ojos.

—Eso te lo dejó tu papá antes de irse. Yo quise dárselo a tu mamá, pero ella no quiso saber nada más de él…

Me quedé muda. Todo ese tiempo habíamos pasado hambre por orgullo o dolor… No sabía si odiar a mi mamá o entenderla.

Volví a casa esa tarde con la caja apretada contra el pecho. Mamá se puso pálida cuando vio el dinero y las cartas.

—¿Dónde encontraste eso?

Le conté todo: el hombre en la calle, la nota misteriosa, el armario azul… Mamá lloró como nunca antes la había visto llorar.

—Perdoname, hija… Yo solo quería protegerlos del dolor…

Esa noche cenamos juntas por primera vez en meses sin discutir. Tomás dormía tranquilo y yo sentí que algo se había roto, pero también algo nuevo empezaba a nacer entre nosotras.

Al día siguiente volví al lugar donde vi al hombre sin hogar. No estaba más. Pregunté a los vecinos, pero nadie lo conocía. Era como si se lo hubiera tragado la tierra o como si nunca hubiera existido.

Desde entonces no dejo de pensar: ¿fue real ese encuentro? ¿O fue una señal del destino para que enfrentara mi pasado? ¿Cuántas veces dejamos pasar oportunidades por miedo o por orgullo?

A veces pienso que todos somos un poco como ese hombre bajo la lluvia: esperando que alguien nos vea, nos tienda una mano o nos dé una pista para encontrar lo que realmente importa.

¿Y vos? ¿Te animarías a abrir ese armario azul en tu propia vida? ¿Qué secretos te esperan detrás del dolor o del silencio?