La Parábola de la Reverencia Perdida
«¡No puedo creer que hayas hecho eso, Javier!» exclamó María, mi hermana mayor, mientras me miraba con una mezcla de incredulidad y decepción. Estábamos en la cocina de nuestra casa, un pequeño refugio en el corazón del pueblo, donde el aroma del café recién hecho intentaba suavizar la tensión en el aire.
«María, no fue mi intención…» intenté explicar, pero ella me interrumpió con un gesto de su mano.
«¿No fue tu intención? ¿Inclinarte ante Don Lucas en plena misa no fue tu intención?» Su voz era un susurro afilado, cargado de reproche.
Todo había comenzado el domingo pasado durante la misa. Don Lucas, el alcalde del pueblo, había llegado tarde, como solía hacer últimamente. Al verlo entrar por la puerta principal, me detuve un momento en mi sermón y, sin pensarlo demasiado, hice una ligera inclinación de cabeza en su dirección. Un gesto que pretendía ser una simple muestra de cortesía se convirtió en el epicentro de un terremoto emocional que sacudió a nuestra pequeña comunidad.
La noticia se esparció como pólvora. Algunos decían que había mostrado favoritismo hacia el alcalde, otros que había deshonrado el altar al rendirle pleitesía a un hombre en lugar de a Dios. La iglesia, que siempre había sido un lugar de paz y reflexión, se convirtió en un campo de batalla de opiniones encontradas.
«Javier, sabes cómo son las cosas aquí. La gente está buscando cualquier excusa para hablar mal del alcalde», continuó María mientras se sentaba frente a mí. «Y ahora creen que estás de su lado.»
«No estoy del lado de nadie», respondí con frustración. «Solo quería ser cortés.»
Pero mis palabras parecían perderse en el aire pesado de la cocina. Sabía que María tenía razón. En nuestro pueblo, las lealtades eran tan profundas como las raíces de los olivos que rodeaban nuestras tierras. Don Lucas era una figura controvertida; amado por algunos por sus esfuerzos por modernizar el pueblo, odiado por otros que lo veían como un oportunista.
Esa noche, mientras intentaba conciliar el sueño, no podía dejar de pensar en cómo un simple gesto había desencadenado tal caos. Recordé las palabras de mi mentor, el Padre Antonio: «La fe es como un hilo delicado; si no lo cuidas, se rompe fácilmente».
Al día siguiente, decidí hablar con Don Lucas directamente. Lo encontré en su despacho del ayuntamiento, rodeado de papeles y con una expresión cansada en el rostro.
«Padre Javier», dijo al verme entrar. «Espero que no hayas venido a disculparte por lo del domingo.»
«No exactamente», respondí mientras tomaba asiento frente a él. «Pero sí quiero aclarar las cosas. No fue mi intención causar problemas ni tomar partido.»
Don Lucas suspiró profundamente y se recostó en su silla. «Sé que no lo hiciste con mala intención. Pero este pueblo… este pueblo siempre busca algo de qué hablar.»
«Lo sé», asentí. «Pero también sé que necesitamos encontrar una manera de calmar las aguas antes de que esto se salga de control.»
Pasamos horas discutiendo posibles soluciones. Finalmente, acordamos organizar una reunión comunitaria en la plaza del pueblo para abordar el tema abiertamente y tratar de restaurar la armonía.
El día de la reunión llegó con un cielo gris amenazando lluvia. La plaza estaba llena; todos querían escuchar lo que teníamos que decir. Me paré junto a Don Lucas frente a la multitud y respiré hondo antes de comenzar a hablar.
«Queridos hermanos y hermanas», empecé con voz firme pero serena. «Estamos aquí hoy porque un simple gesto ha sido malinterpretado y ha causado división entre nosotros. Pero no debemos olvidar que somos una comunidad unida por la fe y el respeto mutuo.»
Don Lucas tomó la palabra después de mí, reconociendo que su posición como alcalde a veces generaba controversia, pero que siempre había trabajado por el bien del pueblo.
La discusión fue intensa; algunos expresaron su apoyo incondicional al alcalde, mientras otros manifestaron su descontento con su gestión. Sin embargo, al final del día, logramos llegar a un entendimiento común: la necesidad de mantenernos unidos y respetar nuestras diferencias.
Mientras la multitud comenzaba a dispersarse bajo las primeras gotas de lluvia, me quedé mirando el cielo plomizo y reflexioné sobre lo sucedido. ¿Cómo puede un simple gesto desencadenar tanto conflicto? ¿Es nuestra fe tan frágil que puede tambalearse por una inclinación de cabeza?
Quizás nunca tenga todas las respuestas, pero sé que debo seguir trabajando para fortalecer los lazos de nuestra comunidad y recordarles a todos que la verdadera reverencia no está en los gestos externos, sino en el amor y respeto que nos tenemos unos a otros.