La rebelión de Nancy: Mi guerra contra el espejo y la mirada ajena
—¿Otra vez vas a salir así, Nancy? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, justo cuando yo intentaba escabullirme hacia la puerta con mi cabello suelto y mi cara lavada.
Me detuve en seco. Sentí el calor en las mejillas, esa mezcla de vergüenza y rabia que me acompañaba desde los trece años. Mi madre, Lucía, estaba parada con los brazos cruzados, mirándome de arriba abajo como si fuera un cuadro mal colgado.
—¿Así cómo? —pregunté, fingiendo inocencia.
—Sin arreglarte. ¿No te da pena que te vean tus amigas? Mira cómo se visten ellas, cómo se maquillan. ¿Por qué tú no puedes ser como las demás?
Las palabras me atravesaron como cuchillos. No era la primera vez. Desde pequeña, mi mamá me sentaba frente al espejo y me peinaba hasta que el cuero cabelludo me ardía. «Las niñas bonitas tienen el cabello liso», decía mientras luchaba contra mis rizos rebeldes. En la escuela, las burlas por mi piel morena y mi cuerpo diferente eran el pan de cada día.
Pero ese día, a mis veintitrés años, algo dentro de mí se quebró y se reconstruyó al mismo tiempo.
—No quiero ser como las demás, mamá. Quiero ser yo —le respondí, con una voz que no reconocí como mía.
Ella bufó y se fue a la cocina. Yo salí a la calle con el corazón latiendo fuerte. Sentía las miradas de los vecinos, los comentarios susurrados: «Ahí va la hija de Lucía, la rara». Pero también sentía una libertad nueva, como si cada paso fuera una pequeña victoria.
En la universidad, la presión era igual o peor. Mis amigas —Valeria, Camila y Sofía— parecían salidas de una revista: pestañas postizas, uñas perfectas, ropa ajustada. Yo las quería, pero no podía evitar sentirme invisible a su lado.
—Nancy, deberías probar este filtro para tus fotos —me decía Camila mientras editaba una selfie en su celular.
—¿Por qué? —pregunté.
—Para verte más bonita. Mira cómo te afina la nariz y te aclara la piel.
Me reí nerviosa y cambié de tema. Pero esa noche, frente al espejo de mi cuarto, me miré largo rato. Vi mis ojos grandes y oscuros, mis labios gruesos, mis rizos indomables. Por primera vez no quise cambiar nada.
Fue entonces cuando decidí hacer algo impensable: grabé un video para mis redes sociales. Sin maquillaje, sin filtros, sin peinarme. Hablé desde el fondo de mi corazón:
«Estoy cansada de sentirme menos por no encajar en lo que otros dicen que es bonito. Cansada de esconderme detrás de filtros y cremas aclarantes. Hoy decido mostrarme tal como soy, con todo lo que eso implica. Si tú también te sientes así, no estás sola».
Subí el video temblando. Al principio pensé que nadie lo vería. Pero en cuestión de horas empezaron a llegar mensajes: unas chicas me agradecían por atreverme a decir lo que ellas callaban; otras me criticaban por «promover la dejadez».
El video se hizo viral en mi ciudad. En la universidad, algunos profesores me felicitaron; otros me miraban con desaprobación. Mis amigas dejaron de invitarme a sus reuniones porque «ya no encajaba» con su estilo. Incluso recibí mensajes anónimos diciéndome que era una vergüenza para las mujeres mexicanas.
Pero lo peor fue en casa. Mi madre dejó de hablarme por días. Mi abuela me llamó para decirme que estaba preocupada por mi futuro: «¿Quién va a querer casarse contigo si sigues así? Las mujeres tenemos que vernos bonitas para gustar».
Una noche, mientras cenábamos en silencio, mi padre —que casi nunca opinaba— dejó el tenedor sobre la mesa y me miró serio:
—Nancy, tu mamá solo quiere lo mejor para ti. Pero si tú eres feliz así… nosotros deberíamos aprender a respetarlo.
Mi madre soltó un suspiro largo y se le humedecieron los ojos. Por primera vez vi miedo en su mirada; miedo a que yo sufriera lo mismo que ella había sufrido toda su vida por no ser «suficientemente bonita» para los demás.
Poco a poco, algunas cosas empezaron a cambiar. Mi hermana menor dejó de alisarse el cabello todos los días y empezó a usar sus rizos naturales. Una vecina me contó que había dejado de usar cremas para aclarar su piel porque quería que su hija creciera orgullosa de su color.
Pero también llegaron más críticas: en el trabajo me dijeron que debía «cuidar más mi imagen» si quería aspirar a un mejor puesto; en la iglesia algunas señoras murmuraban cuando pasaba; hasta un exnovio me escribió para decirme que «antes eras más bonita».
A veces dudaba si valía la pena tanta pelea. Me sentía sola y cansada. Pero entonces leía los mensajes de otras mujeres que me decían: «Gracias por mostrarte real», «Gracias por darme valor para ser yo misma».
Un día recibí una invitación para hablar en una secundaria sobre autoestima y belleza real. Al principio dudé; temía enfrentarme a las miradas críticas de adolescentes crueles. Pero cuando terminé mi charla y una niña se acercó llorando para abrazarme y decirme: «Gracias por enseñarme que no tengo que odiarme», supe que todo había valido la pena.
Hoy sigo luchando contra los espejos y las miradas ajenas. No siempre es fácil; hay días en los que quisiera rendirme y volver a esconderme detrás del maquillaje y los filtros. Pero entonces recuerdo a esa niña, a mi hermana, a todas las mujeres que han encontrado un poco de libertad gracias a mi voz.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptarnos tal como somos? ¿Cuándo aprenderemos a vernos con los ojos del amor propio y no con los del juicio ajeno?
¿Y tú? ¿Te atreverías a rebelarte contra lo que esperan de ti?