La sospecha en la casa de los García

—¿Por qué lo hiciste, Carmen? ¿Por qué nos traicionaste así?

La voz de Lucía retumbó en el altavoz de mi viejo móvil, ese que apenas sé usar y que guardo como un tesoro porque cada euro de mi pensión cuenta. Sentí un nudo en el estómago. No entendía nada. ¿Traicionarles? ¿A quién? ¿Cómo podía pensar eso de mí?

—Lucía, hija, ¿de qué hablas? —intenté mantener la calma, aunque las manos me temblaban.

—No te hagas la inocente. Álvaro me contó que estuviste aquí el martes. Desde entonces falta dinero de la caja y mi pulsera de oro. ¿Crees que no me doy cuenta?

Me quedé muda. El martes fui a su casa porque Álvaro me llamó desesperado. Me confesó que las cosas con Lucía iban mal, que discutían por todo: por el dinero, por la niña, por su trabajo en el hospital. Me pidió consejo y le preparé una tortilla de patatas, como cuando era pequeño. No toqué nada más.

—Lucía, te juro por lo más sagrado que yo no he cogido nada. Si quieres, ven a mi casa y lo miramos juntas —le respondí, con la voz rota.

Colgó sin decir adiós. Me quedé sentada en la cocina, mirando el móvil antiguo sobre la mesa. Pensé en mi marido, fallecido hace cinco años, y en cómo él habría sabido qué hacer. Yo solo sentía vergüenza y rabia.

Esa noche no dormí. Recordé cada detalle del martes: cómo Lucía apenas me saludó al llegar, cómo la pequeña Marta jugaba en el salón mientras yo hablaba con Álvaro en la cocina. Recordé también cómo Lucía entró varias veces a mirar de reojo, como si sospechara algo desde antes.

Al día siguiente, Álvaro me llamó.

—Mamá, ¿has visto la pulsera de Lucía? Está convencida de que tú la cogiste.

—¿Tú también lo crees? —le pregunté, sintiendo que el corazón se me partía.

—No lo sé… Estoy muy agobiado. Lucía está fuera de sí y yo… yo solo quiero que todo vuelva a ser como antes.

Me mordí los labios para no llorar. ¿Cómo podía dudar de mí su propio hijo?

Esa tarde fui al supermercado del barrio. La cajera, Pilar, me miró con lástima.

—¿Estás bien, Carmen? Tienes mala cara.

Le conté lo sucedido entre susurros. Pilar negó con la cabeza.

—Hoy en día las familias se rompen por cualquier cosa. Pero tú eres buena gente, Carmen. No te dejes pisotear.

Sus palabras me dieron fuerzas para enfrentarme a Lucía. Esa misma noche fui a su casa sin avisar. Llamé al timbre y ella abrió con cara de pocos amigos.

—Vengo a hablar contigo —dije firme.

Entré al salón y vi a Marta jugando con una caja de bisutería. De repente, algo brilló entre sus manos: la pulsera de oro.

—¡Mamá! ¡Mira lo que he encontrado debajo del sofá! —gritó Marta.

Lucía se quedó blanca. Cogió la pulsera temblando y me miró avergonzada.

—Carmen… yo…

No terminó la frase. Se fue a la cocina y cerró la puerta de un portazo. Álvaro apareció y me abrazó en silencio.

—Lo siento, mamá —susurró—. No debimos dudar de ti.

Me fui a casa con el alma rota pero la cabeza alta. Sabía que algo se había roto entre Lucía y yo para siempre. Al día siguiente, Lucía me mandó un mensaje frío: “Perdona las molestias”. Nada más.

Pasaron los días y Álvaro empezó a visitarme más a menudo. Me confesó que Lucía seguía desconfiando de él, que le revisaba el móvil y le acusaba de cosas absurdas. Yo le escuchaba en silencio, sin saber qué consejo darle esta vez.

Un domingo por la tarde, mientras tomábamos café en mi cocina, Álvaro rompió a llorar.

—No puedo más, mamá. Siento que todo se desmorona y no sé cómo arreglarlo.

Le cogí la mano y le dije:

—A veces el amor no basta si no hay confianza. Pero pase lo que pase, aquí tienes tu casa y a tu madre.

Esa noche pensé mucho en lo que había pasado. En cómo una simple sospecha puede destruir años de cariño y respeto. En cómo las heridas familiares duelen más que cualquier otra cosa.

Hoy sigo usando mi viejo móvil y sigo ahorrando para uno nuevo. Pero ya no me importa tanto la tecnología como antes; lo que realmente deseo es recuperar la paz en mi familia.

¿Hasta dónde puede llegar la desconfianza para romper una familia? ¿Y vosotros? ¿Habéis vivido algo parecido alguna vez?