La súplica bajo la ventana: Cuando llamé a la puerta de don Ramón

—¡Mamá, no puedo más! —grité desde la cocina, con las manos temblorosas y el corazón encogido. El olor a café quemado llenaba la casa, pero nadie tenía hambre. Mi madre, con los ojos rojos de tanto llorar, intentaba consolar a Pablo, que no paraba de preguntar cómo iría al hospital sin coche.

Aquel día de enero, el frío se colaba por las rendijas de la ventana y la escarcha cubría el parabrisas del viejo Seat Panda. El motor no arrancó. Mi madre suspiró y se sentó a mi lado, derrotada. —Lucía, no sé qué vamos a hacer. Pablo tiene revisión mañana y no podemos faltar otra vez.

Miré a mi hermano, tan frágil y tan fuerte a la vez. Desde el accidente, su vida era una sucesión de obstáculos: rampas improvisadas, miradas de pena en la plaza del pueblo, médicos que venían y se iban. Yo tenía diecisiete años y sentía que el mundo se nos caía encima.

—¿Y si le pido ayuda a don Ramón? —sugerí casi en un susurro.

Mi madre me miró como si hubiera propuesto vender el alma al diablo. Don Ramón era el hombre más rico del pueblo: dueño de tierras, de la panadería y del único todoterreno nuevo que había en kilómetros a la redonda. Nadie se atrevía a molestarle; decían que tenía mal genio y que no soportaba las súplicas.

—No quiero deberle nada a ese hombre —dijo mi madre, pero yo ya había tomado una decisión.

Esa tarde, me puse el abrigo más grueso y caminé hasta su casa. El viento azotaba mi cara y sentía las piernas flojas. Al llegar, dudé unos segundos antes de llamar al timbre. La puerta se abrió con un chirrido y apareció don Ramón, alto, con el ceño fruncido y una bufanda roja alrededor del cuello.

—¿Qué quieres? —preguntó sin rodeos.

—Señor… Don Ramón… Soy Lucía, la hija de Carmen. Nuestro coche no funciona y mi hermano Pablo tiene que ir al hospital mañana. ¿Podría llevarnos usted?

Me miró de arriba abajo. Sentí que me desnudaba con la mirada. —¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Qué gano yo?

Tragué saliva. —No tenemos nada que ofrecerle… pero le prometo que le ayudaremos en lo que necesite. Yo puedo limpiar su casa o cuidar su huerto…

Don Ramón soltó una carcajada seca. —¿Tú? ¿Limpiar? No me hagas reír. Pero bueno… mañana a las ocho estaré en tu puerta. No lleguéis tarde.

Volví a casa con el corazón en un puño. Mi madre no dijo nada; solo me abrazó fuerte. Aquella noche apenas dormí, imaginando todo lo que podría salir mal.

A la mañana siguiente, don Ramón llegó puntual. Ayudó a Pablo a subir al coche sin decir palabra. El camino hasta el hospital fue tenso; mi madre intentó agradecerle varias veces, pero él solo gruñía o cambiaba de tema.

Al volver al pueblo, don Ramón se detuvo frente a nuestra casa y dijo: —Mañana necesito ayuda en el almacén. Lucía, ven a las nueve.

Así empezó todo. Durante semanas fui cada día a su almacén: barría el polvo, ordenaba cajas, incluso aprendí a hacer cuentas en una libreta vieja. Don Ramón no era amable, pero tampoco cruel; a veces me ofrecía un café o me contaba historias de cuando era joven y trabajaba en el campo con su padre.

Poco a poco empecé a ver otra cara de aquel hombre: detrás de su dureza había una soledad inmensa. Su mujer había muerto hacía años y sus hijos vivían lejos; nadie le visitaba nunca.

Un día, mientras limpiaba unas herramientas oxidadas, le pregunté:

—¿Por qué nos ayuda?

Don Ramón se quedó callado un rato largo antes de responder:

—Porque una vez yo también necesité ayuda y nadie me la dio.

A partir de entonces, nuestra relación cambió. Empezó a traer pan recién hecho para Pablo y a preguntar por mi madre. Incluso le consiguió un trabajo temporal en la panadería cuando supo que necesitábamos dinero.

Pero no todo era fácil. En el pueblo empezaron los rumores: que si mi madre tenía algo con don Ramón, que si yo quería quedarme con su herencia… Las miradas en la plaza se volvieron cuchillos afilados.

Una tarde, al volver del almacén, encontré a mi madre llorando en la cocina.

—No puedo más con las habladurías —me confesó—. Nos están señalando como si fuéramos unas interesadas.

Me senté junto a ella y le cogí la mano.

—Mamá, ¿qué prefieres? ¿El qué dirán o que Pablo pueda ir al médico y tú tengas trabajo?

Ella suspiró y me abrazó fuerte.

La tensión llegó al límite cuando un grupo de vecinos vino a nuestra puerta para «advertirnos» de que no nos acercáramos tanto a don Ramón. Aquella noche apenas dormimos; sentí miedo por primera vez desde la muerte de mi padre.

Al día siguiente fui al almacén dispuesta a despedirme de don Ramón para evitar más problemas. Pero cuando se lo conté, él me miró con una tristeza infinita.

—Lucía, nunca dejes que los demás decidan por ti lo que está bien o mal. Si haces las cosas con el corazón limpio, no tienes nada que temer.

Sus palabras me dieron fuerzas para seguir adelante. Con el tiempo, los rumores se apagaron y la gente empezó a ver que nuestra relación era solo eso: ayuda mutua entre personas solas y heridas por la vida.

Hoy Pablo sigue luchando cada día; mi madre sonríe más a menudo y yo he aprendido que pedir ayuda no es una debilidad, sino un acto de valentía.

A veces me pregunto: ¿cuántas vidas cambiarían si nos atreviéramos más a llamar a la puerta del vecino? ¿Y vosotros? ¿Os atreveríais a pedir ayuda aunque os juzgaran?