La traición bajo el olivo: Cuando mi familia quiso vender mi hogar
—¿Por qué hay tanta gente en el salón? —pregunté, apoyándome en el bastón mientras cruzaba el umbral de mi propia casa, el olor a café y a colonia barata mezclándose en el aire.
Mi hija, Lucía, se giró sobresaltada. Tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado, pero forzó una sonrisa. —Mamá, no te asustes. Solo estamos enseñando la casa a unos amigos de Sergio.
Sergio, mi yerno, ni siquiera me miró. Estaba en la terraza, hablando animadamente con un hombre de traje. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mi casa, la que construimos entre mi difunto marido y yo, la que vio crecer a mis hijos, la que huele a sopa de cocido y a jazmín en primavera… ¿En venta?
Me senté en el sofá, temblando. El bastón cayó al suelo con un golpe sordo. Lucía se acercó corriendo.
—Mamá, escúchame. No es lo que parece. Solo estamos viendo opciones, por si acaso…
—¿Por si acaso qué? —le interrumpí, la voz quebrada—. ¿Por si acaso me muero? ¿Por si acaso ya no valgo para vivir aquí?
Sergio entró entonces, con su sonrisa de siempre, esa que nunca me gustó. —Rosario, no dramatices. Esta casa es muy grande para ti sola. Lucía y yo solo queremos lo mejor para ti.
—¿Lo mejor para mí o para vuestro bolsillo? —escupí las palabras como veneno.
El silencio se hizo espeso. Los «amigos» de Sergio se miraron incómodos y salieron al jardín. Lucía se arrodilló a mi lado.
—Mamá, después de tu caída… Estuviste dos semanas en el hospital. Pensamos que sería mejor que vivieras con nosotros. Así no estarías sola.
—¿Y quién te ha dicho que estoy sola? —respondí—. Tengo a mis amigas del centro de mayores, tengo a Pilar que viene a jugar al dominó los jueves… Y tengo esta casa. Mi casa.
Lucía rompió a llorar. Sergio resopló y se fue a fumar al balcón.
Me quedé mirando las fotos en la pared: mi boda con Manuel, los veranos en Benidorm con los niños pequeños, la comunión de Lucía… Todo lo que era mío estaba aquí. ¿Cómo podían pensar en venderlo?
Esa noche no dormí. Escuchaba los pasos de Lucía por el pasillo, susurros con Sergio detrás de la puerta cerrada. Recordé cuando era niña y venía corriendo a mi cama tras una pesadilla. Ahora era yo la que tenía miedo.
A la mañana siguiente, Lucía me preparó el desayuno en silencio. El café sabía amargo.
—Mamá… Lo siento mucho. No sabía que Sergio había llamado ya a la inmobiliaria. Yo solo quería ayudarte…
La miré largo rato. Vi en sus ojos la niña que fui capaz de proteger de todo mal, pero también vi el cansancio y la preocupación de una mujer adulta con hipoteca y dos hijos adolescentes.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —pregunté—. ¿Tan poca confianza tienes en mí?
Lucía bajó la cabeza.
—No quería preocuparte más…
—¿Y crees que esto no me preocupa?
Ese día llamé a mi abogada, Carmen, una amiga de toda la vida. Le conté todo entre sollozos y rabia contenida.
—Rosario, tienes todos tus papeles en regla —me aseguró—. Nadie puede vender tu casa sin tu consentimiento.
Sentí un alivio inmenso, pero también una tristeza profunda. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí?
Los días siguientes fueron un desfile de llamadas y visitas incómodas. Sergio insistía:
—Rosario, piensa en tus nietos. Con el dinero podríamos comprar un piso más grande para todos…
Pero yo solo pensaba en Manuel, en cómo habría reaccionado él ante esta situación.
Una tarde, mientras regaba las macetas del balcón, Lucía se acercó despacio.
—Mamá… ¿Me perdonas? Me dejé llevar por el miedo. No quiero perderte ni verte sufrir.
La abracé fuerte, sintiendo su temblor contra mi pecho.
—Lo único que necesito es que confíes en mí —le susurré—. No soy una carga. Soy tu madre.
Sergio nunca pidió perdón. Siguió mirándome como si fuera un estorbo en su plan perfecto de vida moderna y cómoda.
Al final decidí quedarme en mi casa, con ayuda de Carmen y mis amigas del barrio. Lucía viene a verme cada semana; nuestros abrazos son más largos ahora, más sinceros. Pero algo se rompió para siempre entre nosotros tres.
A veces me siento frente al ventanal del salón y me pregunto: ¿En qué momento dejamos de escuchar a nuestros mayores? ¿Cuándo empezamos a verlos como obstáculos y no como raíces?
¿Vosotros también sentís que la familia cambia cuando hay una herencia de por medio? ¿O soy yo la única que teme perderlo todo por culpa del egoísmo disfrazado de preocupación?