La traición de Lucía: Entre la amistad y la sangre
—¿Pero tú has visto cómo vive la familia de Marta? Siempre tan orgullosos, como si fueran mejores que nadie. Su madre va presumiendo de su trabajo en el ayuntamiento y su hermano, ese Álvaro, no hace más que meterse donde no le llaman. Yo no sé cómo la aguanto…
Me quedé helada. El eco de la voz de Lucía, mi mejor amiga desde el colegio, retumbaba en el pasillo del instituto. No podía moverme. Me escondí tras la puerta del aula de música, con el corazón golpeando tan fuerte que temí que me descubrieran. Ella no estaba sola; con ella estaba Carmen, la nueva del grupo, esa que siempre parecía querer impresionar a todos.
—Bueno, pero Marta es maja —respondió Carmen, aunque sonaba más por compromiso que por convicción.
—Sí, sí, pero es que su familia… No sé, me da rabia. Siempre tan perfectos. Seguro que en casa no son tan ideales como aparentan —insistió Lucía.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso pensaba de mí? ¿De mi familia? Recordé todas las veces que Lucía había venido a casa, las cenas con mis padres, las risas con mi hermano pequeño. ¿Había estado fingiendo todo ese tiempo?
Salí corriendo del instituto sin mirar atrás. El aire de la tarde madrileña me golpeó en la cara y las lágrimas empezaron a caer sin que pudiera evitarlo. Caminé hasta casa con la cabeza baja, repasando cada palabra, cada gesto de Lucía en los últimos meses. ¿Había señales que yo no quise ver?
Al llegar, mi madre me recibió con su sonrisa habitual:
—¿Qué tal el día, hija?
No pude responder. Me encerré en mi cuarto y me tumbé boca abajo en la cama. Mi hermano Álvaro llamó a la puerta:
—¿Te pasa algo? —preguntó con esa mezcla de preocupación y torpeza típica de los hermanos mayores.
—Nada —mentí.
Pero no podía dejar de pensar en lo que había escuchado. ¿Debía contárselo a mis padres? ¿Enfrentar a Lucía? ¿O callar y fingir que nada había pasado?
Esa noche apenas dormí. Soñé con pasillos interminables y voces susurrando a mis espaldas. Al día siguiente, en clase, Lucía me saludó como siempre:
—¡Marta! ¿Vienes a comer con nosotras?
La miré a los ojos buscando alguna señal de arrepentimiento, pero solo vi su sonrisa confiada. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
Durante la comida, apenas hablé. Carmen me miraba de reojo, como si supiera algo. Cuando terminamos, Lucía se acercó:
—¿Estás bien? Te noto rara.
No pude más:
—Ayer os oí hablar en el pasillo —dije en voz baja.
Lucía se quedó pálida.
—¿El qué…? —balbuceó.
—Lo que piensas de mi familia. Lo que dijiste delante de Carmen.
Se hizo un silencio incómodo. Carmen se levantó y se fue rápidamente.
—Marta, yo… No era para tanto. Solo estaba hablando… Ya sabes cómo es Carmen, siempre pregunta cosas raras y…
—No pongas excusas —la interrumpí—. Si piensas eso de mi familia, ¿por qué has venido tantas veces a casa? ¿Por qué has fingido?
Lucía bajó la mirada:
—No lo sé… A veces me siento menos que vosotros. Tu madre tiene un trabajo importante, tu hermano siempre saca buenas notas… En mi casa todo es un desastre y supongo que me da rabia veros tan bien.
Me quedé callada. Nunca había pensado que Lucía pudiera sentirse así. Pero eso no justificaba lo que había dicho.
—Podrías haberme hablado claro —susurré—. No hacía falta que me traicionaras así.
Lucía intentó cogerme del brazo pero me aparté.
—Dame tiempo —le pedí antes de irme.
Esa tarde hablé con mi madre. Le conté todo entre lágrimas. Ella me escuchó en silencio y luego me abrazó:
—La gente a veces dice cosas feas por inseguridad o envidia. Pero también tienes derecho a protegerte y a protegernos. Decide tú si quieres perdonarla o no.
Los días siguientes fueron extraños. Lucía intentó hablar conmigo varias veces pero yo necesitaba distancia. Carmen me pidió perdón por no haber dicho nada en el momento:
—Me sentí incómoda… No sabía qué hacer —me confesó.
En casa el ambiente cambió. Mi hermano empezó a bromear menos y mi madre me preguntaba cada noche cómo estaba. Sentí que la herida era más profunda de lo que pensaba; no solo era una traición personal, sino una grieta en la confianza que tenía en los demás.
Un viernes por la tarde, Lucía vino a buscarme a casa. Mi padre abrió la puerta y la miró serio:
—Marta está arriba —dijo sin invitarla a pasar.
Subió las escaleras despacio y se sentó en el borde de mi cama.
—He estado pensando mucho —empezó—. Sé que lo que hice estuvo mal y no espero que me perdones ahora mismo. Solo quiero que sepas que te echo de menos y que estoy intentando cambiar.
La miré durante un largo rato. Vi en sus ojos el miedo a perderme y también algo nuevo: humildad.
—No sé si puedo volver a confiar en ti como antes —le dije sinceramente—. Pero tampoco quiero vivir con rencor.
Nos abrazamos, llorando las dos. Sabía que nada volvería a ser igual, pero quizás podíamos empezar de nuevo, desde otro lugar.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas veces callamos por miedo a perder a alguien? ¿Y cuántas veces deberíamos hablar para proteger lo que realmente importa?