La última llamada de mi madre: ¿Hasta dónde llega el amor de una abuela?
—Carmen, tienes que venir. No puedo más—. La voz de Lucía, mi hija, temblaba al otro lado del teléfono. Era la tercera vez esa semana que me llamaba llorando desde su piso diminuto en Vallecas, donde vivía con su marido, sus suegros y su cuñada. Yo estaba sentada en la cocina, con el café ya frío entre las manos, mirando la foto de mi nieta Alba pegada en la nevera.
No era la primera vez que Lucía me pedía ayuda, pero esta vez sentí que algo se rompía dentro de mí. —Mamá, de verdad, si no puedes venir a cuidar de Alba mañana, no te llames buena abuela—. Me lo soltó así, sin anestesia. Me quedé muda. ¿Cómo podía decirme eso? Yo, que había dejado de lado mis planes de viajar con mis amigas jubiladas para estar disponible cada vez que me necesitaban.
El problema central era claro: Lucía y su marido Sergio no podían permitirse pagar una guardería para Alba. Él trabajaba en una tienda de electrodomésticos y ella hacía turnos partidos en un supermercado. Los padres de Sergio, con los que vivían, estaban en paro y apenas salían del salón; la hermana mayor, Marta, tenía problemas de ansiedad y apenas se relacionaba con nadie. El ambiente era asfixiante. Y yo… yo era la única tabla de salvación.
—¿Por qué no le pides ayuda a tu suegra?— pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—¡Porque no sale del sofá! Y cuando lo hace, es para criticarme o decirme cómo debería criar a mi hija. Mamá, por favor…—
Colgué el teléfono y me quedé mirando la ventana. El sol de Madrid entraba a raudales, pero yo solo sentía frío. Mi marido murió hace cinco años y desde entonces mi vida giraba en torno a Lucía y Alba. Pero últimamente sentía que no tenía derecho a mi propio tiempo. ¿Era eso ser buena abuela?
Esa noche no dormí. Recordé cuando Lucía era pequeña y yo trabajaba limpiando casas para sacar adelante a la familia. Nunca tuve ayuda de nadie; mi madre murió joven y mi padre se desentendió de nosotras. Siempre pensé que cuando llegara mi jubilación podría descansar un poco, viajar, hacer yoga… Pero ahora parecía que mi deber era estar disponible las veinticuatro horas para mi nieta.
A la mañana siguiente, fui al piso de Lucía. El ambiente era tenso; Sergio discutía con su madre en voz baja mientras Marta lloraba en su habitación. Alba jugaba en el suelo con una muñeca rota. Cuando me vio, corrió a abrazarme.
—Gracias por venir, mamá— dijo Lucía, con ojeras profundas.
Me senté en el sofá mientras ella se preparaba para irse al trabajo. Sergio salió sin despedirse; su madre ni siquiera me miró. Me quedé sola con Alba y el silencio incómodo de una casa donde nadie se soporta.
A media mañana, Marta salió de su cuarto y se sentó a mi lado.
—¿Por qué vienes siempre tú?— me preguntó de repente.
—Porque Lucía me lo pide— respondí.
—Aquí nadie ayuda a nadie. Mi madre solo sabe quejarse y mi hermano está siempre enfadado. Tú eres la única que parece preocuparse por Alba.—
No supe qué decirle. Me limité a acariciar el pelo de Alba mientras ella jugaba ajena al drama familiar.
Al mediodía, Lucía volvió del trabajo para comer algo rápido antes de su siguiente turno.
—Mamá, ¿puedes quedarte también esta tarde?—
—Lucía, tengo médico… y había quedado con Marisa para ir al cine.—
Me miró como si le hubiera clavado un puñal.
—¿De verdad vas a dejarme sola?—
Sentí una rabia sorda mezclada con culpa. ¿Por qué tenía que elegir siempre entre mi vida y la suya?
Esa noche discutimos por teléfono.
—Si no puedes ayudarme más, dímelo claro. Pero entonces no digas que eres buena abuela.—
Me pasé horas llorando después de colgar. Recordé a mi madre y cómo nunca tuve ese apoyo. ¿Estaba repitiendo el mismo patrón? ¿O acaso era justo querer vivir mi propia vida?
Pasaron los días y la tensión creció. Empecé a notar que Lucía se distanciaba; apenas me llamaba y cuando lo hacía era solo para pedirme favores. Alba empezó a preguntar por mí cuando no iba.
Un domingo por la tarde, decidí hablar claro.
—Lucía, necesito que entiendas que también tengo derecho a vivir mi vida. Te quiero y quiero a Alba más que nada, pero no puedo ser vuestra única solución.—
Ella rompió a llorar.
—Es que no tengo a nadie más… Mamá, ¿qué harías tú en mi lugar?—
No supe qué responderle. Solo la abracé mientras Alba nos miraba desde el suelo.
Ahora escribo esto sentada en mi cocina, con el café frío y el corazón encogido. ¿Hasta dónde llega el amor de una abuela? ¿Es justo pedirnos que renunciemos a todo por nuestros nietos? ¿O tenemos derecho también a buscar nuestra propia felicidad?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a una misma?