La última promesa de Lucía

—¡Mamá, despierta! —gritó mi hija Paula, su voz temblorosa resonando en el pasillo del Hospital Clínico de Salamanca. Yo estaba allí, paralizado, viendo cómo los médicos empujaban la camilla de Marta hacia la UCI. Todo había ocurrido en segundos: una tarde cualquiera, el aroma del cocido llenando la casa, y de repente, Marta llevándose la mano a la cabeza y desplomándose en el suelo de la cocina.

No recuerdo cómo llegamos al hospital. Solo sé que Paula lloraba y yo conducía como un autómata, repitiendo en mi mente: “No puede ser, no puede ser”. Marta y yo llevábamos veinte años juntos. Nos conocimos en la universidad de Valladolid, ella estudiaba Filología Hispánica y yo Derecho. Siempre fue la fuerte, la que sostenía a todos cuando las cosas se torcían. Ahora era yo quien debía sostenerla a ella.

—¿Es usted el marido? —me preguntó una enfermera con voz grave.

—Sí… soy Luis.

—Su esposa ha sufrido un derrame cerebral masivo. Está muy grave. Vamos a hacer todo lo posible, pero debe prepararse para lo peor.

La frase me atravesó como un cuchillo. Paula se aferró a mi brazo. Tenía solo quince años y ya había perdido demasiado: su abuelo hacía dos meses y ahora… ¿su madre?

Me senté en la sala de espera, rodeado de desconocidos que también esperaban milagros. El reloj parecía avanzar más lento que nunca. Recordé la última conversación con Marta esa mañana:

—Luis, ¿has visto mis gafas? Siempre las pierdo cuando más las necesito.

—Están en la mesilla, como siempre —le respondí sonriendo.

—¿Sabes que te quiero? —me dijo de repente.

—Y yo a ti, tonta —le respondí sin imaginar que esas serían nuestras últimas palabras normales.

Las horas pasaban y los médicos entraban y salían sin mirarnos. Paula dormitaba sobre mi hombro. Yo solo podía rezar. No soy un hombre especialmente religioso, pero esa noche recé como nunca antes. “Dios, si me escuchas… no me quites a Marta. No ahora.”

A las cuatro de la madrugada, el doctor Sánchez salió con el rostro cansado.

—Luis… hemos hecho todo lo posible. Marta está estable, pero en coma inducido. Las próximas 48 horas serán decisivas.

Me dejaron entrar a verla. La habitación olía a desinfectante y esperanza rota. Marta estaba conectada a mil tubos y máquinas. Me senté junto a su cama y le cogí la mano fría.

—Marta… no te vayas —susurré—. Recuerda nuestra promesa en la catedral de Burgos: pase lo que pase, juntos hasta el final.

Las siguientes horas fueron un infierno. Mi suegra llegó desde Zamora llorando desconsolada. Mi cuñado Javier me miraba con rabia contenida, como si yo tuviera la culpa de todo.

—¿Por qué no llamaste antes a una ambulancia? —me reprochó en voz baja.

—No sabía qué pasaba… fue todo tan rápido…

La familia se dividió en dos bandos: los que creían que debíamos prepararnos para lo peor y los que aún confiaban en un milagro. Yo estaba en medio, desgarrado entre la razón y la esperanza.

El segundo día fue aún peor. Paula se negó a ir al instituto; se sentó junto a su madre y le habló durante horas:

—Mamá, tienes que despertarte. Prometiste enseñarme a conducir este verano… No puedes dejarme sola con papá, que no sabe ni freír un huevo…

Esa noche, mientras todos dormían en sillas incómodas o apoyados en las paredes del pasillo, salí al jardín del hospital. Miré al cielo estrellado y lloré como un niño. Pensé en todas las veces que discutimos por tonterías: por quién sacaba la basura, por el dinero justo para llegar a fin de mes, por los sueños que dejamos aparcados por miedo o rutina.

De repente, sentí una brisa cálida y un olor familiar: el perfume de Marta. Cerré los ojos y escuché su voz:

—No te rindas, Luis. No ahora.

Abrí los ojos sobresaltado. ¿Había sido real? ¿O solo mi mente jugando conmigo? Volví corriendo a la UCI. Al llegar, vi a Paula llorando de alegría:

—¡Papá! ¡Mamá ha movido los dedos!

El doctor Sánchez confirmó lo imposible: Marta estaba reaccionando antes de lo esperado. Las siguientes horas fueron un torbellino de emociones: miedo, esperanza, incredulidad.

Pasaron semanas hasta que Marta despertó del todo. Su recuperación fue lenta y dolorosa; tuvo que aprender a hablar y caminar de nuevo. Pero estaba viva. Nuestra familia cambió para siempre: aprendimos a valorar cada momento juntos y a no dar nada por sentado.

Ahora, cada vez que paso por el hospital y veo a otras familias esperando noticias, siento una punzada en el pecho. Sé lo que es estar al borde del abismo y regresar con una nueva fe en los milagros cotidianos.

A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros dejamos para mañana los “te quiero” o las promesas importantes? ¿Cuántas veces necesitamos perderlo todo para aprender a vivir de verdad?