La última silla del autobús: una historia de dignidad y olvido
—¿Se va a sentar usted o va a seguir bloqueando el paso?—. La voz de la chica, impaciente, me sacudió como un cubo de agua fría. Llevaba más de diez minutos esperando el autobús bajo la lluvia, apoyado en mi bastón, con las manos entumecidas y la espalda dolorida. Cuando por fin llegó el 27, subí despacio, mirando con esperanza los asientos reservados. Pero estaban ocupados: dos adolescentes con auriculares y una mujer hablando por el móvil, ignorando mi presencia.
Me quedé de pie, aferrado a la barra, mientras el conductor arrancaba bruscamente. La joven que me había increpado me miró con desdén y se giró hacia la ventana. Sentí cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho. ¿En qué momento dejamos de importar? ¿Cuándo se volvió normal que los mayores seamos invisibles?
Me llamo Antonio, tengo setenta y ocho años y toda mi vida he vivido en Vallecas. Fui carpintero, padre de tres hijos y abuelo de cinco nietos. Siempre creí que la vejez traería respeto, pero últimamente sólo encuentro prisa y desprecio. Mi mujer, Carmen, murió hace dos años; desde entonces, la casa se me cae encima y mis hijos apenas me llaman. «Papá, es que no tengo tiempo», me dice Laura cada vez que intento invitarla a comer. «Ya sabes cómo es el trabajo».
El autobús dio un frenazo y casi caigo al suelo. Nadie se movió para ayudarme. Sentí una punzada de humillación. Recordé cuando era joven y cedía el asiento sin dudarlo. Ahora, parece que pedir un poco de consideración es un estorbo para los demás.
Al llegar a mi parada, bajé con dificultad. El conductor ni siquiera esperó a que pusiera bien el pie en el bordillo antes de cerrar las puertas. Caminé despacio hasta la farmacia; necesitaba mis pastillas para la tensión. Al entrar, saludé a la farmacéutica, Inés, una chica amable que siempre tiene una sonrisa para mí.
—Antonio, ¿cómo va hoy?—me preguntó.
—Hoy… regular, hija. La gente tiene mucha prisa y poca paciencia—le respondí, intentando no sonar demasiado derrotado.
Ella asintió con comprensión. —No se lo tome a pecho. Hay quienes todavía sabemos mirar a los ojos.
Salí de la farmacia con las lágrimas contenidas. No era sólo el autobús; era todo: las miradas esquivas en el supermercado, los vecinos que ya no saludan, los bancos que ponen trabas para todo si no tienes móvil o internet. Me sentía como un mueble viejo en una casa moderna: presente pero inútil.
Al llegar a casa, encendí la radio para sentirme acompañado. El locutor hablaba de los avances tecnológicos y de cómo España envejece sin remedio. Me reí amargamente. ¿De qué sirve vivir más si vivimos peor?
Por la tarde llamé a mi hijo Luis. —¿Qué tal, papá?—me contestó distraído.
—Bien, hijo… sólo quería escuchar tu voz.
—Ahora no puedo hablar mucho, estoy en una reunión—me cortó rápido.
Colgué sintiéndome más solo que nunca. Pensé en Carmen y en cómo ella siempre encontraba tiempo para todos. Me pregunté si mis nietos sabrán algún día lo que es escuchar sin mirar el móvil cada dos minutos.
Esa noche apenas dormí. Daba vueltas en la cama pensando en lo ocurrido en el autobús, en la indiferencia de la gente joven, en mis hijos ocupados y en mi propia impotencia. ¿Será esto lo que nos espera a todos? ¿Convertirnos en fantasmas mientras seguimos respirando?
A la mañana siguiente decidí escribir una carta al periódico local. No buscaba compasión; quería que alguien escuchara mi grito silencioso:
«Señores: hoy he sentido vergüenza ajena al ver cómo los mayores somos tratados como estorbos en nuestra propia ciudad. No pedimos privilegios, sólo respeto y un poco de humanidad. Recuerden: ustedes también serán viejos algún día».
No sé si alguien leerá mi carta ni si servirá de algo. Pero necesitaba decirlo. Porque detrás de cada anciano hay una historia, una vida llena de trabajo, amor y sacrificios. No somos invisibles; somos parte de esta sociedad aunque muchos prefieran no vernos.
Ahora escribo estas líneas mirando por la ventana cómo cae la lluvia sobre Madrid. Me pregunto si algún día cambiarán las cosas o si seguiré siendo sólo un número más en las estadísticas del INE.
¿De verdad es tan difícil mirar a los ojos a un mayor y preguntarle cómo está? ¿Tan complicado es ceder un asiento o dedicar cinco minutos a escuchar una historia? Quizás mañana sea tarde para arrepentirse.