La Vecina del 104: Entre el Silencio y la Esperanza

—¡Lucía, apúrate! —gritó Ana desde el pasillo, mientras la niña arrastraba su mochila rosa por las escaleras del edificio. Yo, Marta, las veía cada mañana desde mi ventana del tercer piso, con mi taza de café frío entre las manos. Desde que Ana llegó al 104, el edificio entero parecía respirar distinto. Era como si su tristeza se colara por las rendijas y llenara los pasillos de un silencio incómodo.

No era la primera vez que veía a una mujer sola mudarse aquí, pero había algo en Ana que me recordaba a mí misma hace veinte años, cuando quedé viuda y tuve que enfrentarme al mundo con dos hijos pequeños y una pensión que apenas alcanzaba para sobrevivir. La diferencia era que Ana tenía menos de treinta y cinco años y una hija de apenas cuatro. Y yo, ahora, tenía tiempo de sobra para observar y recordar.

Una tarde, mientras barría el corredor, la vi sentada en las escaleras con la cabeza entre las manos. Lucía jugaba con una muñeca rota a su lado. Me acerqué despacio.

—¿Todo bien, vecina? —pregunté, fingiendo indiferencia.

Ana levantó la mirada. Sus ojos estaban rojos.

—Sí… sólo estoy cansada —respondió con voz temblorosa.

No insistí. Sabía lo que era no querer hablar. Pero esa noche no pude dormir. Me preguntaba qué historia traía Ana consigo. ¿Por qué una mujer tan joven terminaba sola en un barrio donde todos se conocen y todos juzgan?

A los pocos días, la encontré en la tiendita de la esquina. Lucía lloraba porque quería un chocolate y Ana contaba monedas con desesperación.

—Te falta un peso —le dijo Don Ernesto, el tendero.

Sin pensarlo, saqué una moneda de mi bolso y la puse sobre el mostrador.

—Vecina, para que no le niegue el gusto a la niña —dije sonriendo.

Ana me miró sorprendida y luego bajó la cabeza.

—Gracias… de verdad —susurró.

Así empezó nuestra extraña amistad. Poco a poco, Ana fue confiando en mí. Me contó que venía de Veracruz, que su exmarido la había dejado por otra mujer y que su familia no quería saber nada de ella porque «una mujer divorciada es una vergüenza». Me dolió escucharla. En mi juventud, yo también fui señalada por criar sola a mis hijos.

El edificio no tardó en murmurar. Las señoras del 201 decían que Ana era «demasiado joven para estar sola» y que seguro «algo raro traía». Los hombres la miraban con descaro cuando subía las escaleras con Lucía dormida en brazos después del trabajo. Yo trataba de protegerla como podía.

Una noche, escuché golpes en su puerta. Salí al pasillo y vi a Don Julián, el portero, discutiendo con ella.

—No puede tener visitas hasta tarde, señorita —decía él con voz dura.

—Sólo vino mi prima a ayudarme con Lucía porque estaba enferma —respondió Ana, casi llorando.

Me metí en medio:

—Julián, déjela en paz. Aquí todos hemos necesitado ayuda alguna vez.

Él bufó y se fue murmurando algo sobre «mujeres problemáticas». Ana me abrazó fuerte esa noche. Sentí su temblor y recordé mis propias noches de miedo e incertidumbre.

Con el tiempo, Ana consiguió trabajo limpiando casas en Polanco. Salía antes del amanecer y regresaba casi de noche. Yo cuidaba a Lucía algunas tardes; la niña se encariñó conmigo y empezó a llamarme «abuelita Marta». Eso me llenaba el corazón de una ternura que creía perdida.

Pero la vida no da tregua. Un día, Ana llegó llorando desconsolada: la habían despedido porque una señora rica la acusó de robar un perfume caro. Nadie le creyó cuando juró que era inocente.

—¿Por qué siempre nos ven como ladronas sólo por ser pobres? —me preguntó entre sollozos.

No supe qué decirle. Yo también había sentido esa mirada muchas veces: la desconfianza hacia las mujeres solas, hacia las madres sin marido, hacia las que luchan por sobrevivir sin pedir permiso.

Las cosas empeoraron cuando Lucía enfermó de neumonía. Ana no tenía dinero para el doctor ni para medicinas. Fui con ella al hospital público; esperamos horas entre gritos y llantos hasta que por fin atendieron a la niña. Vi cómo Ana apretaba los dientes para no llorar frente a su hija.

Esa noche, mientras Lucía dormía en mi sofá, Ana me confesó lo más duro:

—A veces pienso que sería mejor regresar con él… aunque me humille… aunque me pegue… pero al menos Lucía tendría comida y techo seguro.

La abracé fuerte. Le conté cómo yo también había pensado lo mismo cuando mi esposo murió y mi suegra me decía que debía buscar otro hombre para no quedarme sola.

—Pero aquí estamos —le dije—. Resistiendo juntas.

Poco a poco, otras vecinas empezaron a acercarse. Doña Rosa del 302 le ofreció trabajo vendiendo tamales los domingos; Teresa del 105 le regaló ropa usada para Lucía. El edificio empezó a cambiar; donde antes había chismes ahora había solidaridad tímida.

Un día cualquiera, mientras tomábamos café en mi cocina, Ana sonrió por primera vez desde que llegó al edificio.

—Gracias por no dejarme caer —me dijo—. No sé qué habría hecho sin usted.

Yo también sonreí. Sentí que algo dentro de mí sanaba al ayudarla; como si al cuidar de Ana y Lucía estuviera cuidando a la Marta joven y asustada que fui alguna vez.

Hoy miro por la ventana y veo a Ana llevando a Lucía al kínder con paso firme. Ya no baja la cabeza ni evita las miradas. El edificio entero parece respirar distinto otra vez: ahora hay esperanza donde antes sólo había silencio.

Me pregunto cuántas mujeres viven historias como la nuestra en esta ciudad inmensa… ¿Cuántas Martas y Anas caminan solas cada día, luchando contra prejuicios y pobreza? ¿Cuántas veces hemos callado nuestro dolor por miedo al qué dirán?

¿Y si nos atreviéramos a tender la mano más seguido? ¿Cuántas vidas podríamos cambiar sólo con un poco de empatía?