La verdad oculta: El ojo revelador de una madre

—¿Por qué lloras tanto, Mateo? —escuché a través de la puerta, mi corazón latiendo con fuerza, mientras apretaba el móvil entre las manos. Era la tercera vez esa semana que llegaba antes de lo previsto y encontraba a mi hijo de apenas ocho meses sollozando desconsolado.

No podía evitarlo: la culpa me devoraba por dentro. Desde que volví a trabajar en la gestoría, después de la baja maternal, cada mañana era una batalla entre la necesidad y el remordimiento. Mi marido, Sergio, intentaba tranquilizarme: “Lucía, Marta es de confianza. La ha recomendado Carmen, la vecina del quinto. No pienses mal”. Pero algo en mi interior no encajaba.

La primera vez que conocí a Marta, parecía perfecta: joven, amable, con referencias impecables y una sonrisa que inspiraba tranquilidad. Pero los días pasaban y Mateo empezó a cambiar. Lloraba más, dormía peor y se sobresaltaba con cualquier ruido. Yo me repetía que era la adaptación, pero la duda se instaló como una sombra en mi pecho.

Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, encontré un chupete roto bajo el sofá y una mancha de leche agria en la alfombra. Marta me aseguró que Mateo había tirado el biberón jugando, pero algo en su mirada esquivaba la mía. Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para comprobar que Mateo respiraba tranquilo.

—¿Y si exagero? —le pregunté a Sergio en la cama—. ¿Y si solo soy una madre primeriza paranoica?

—Lucía, todos los padres tienen miedo. Pero no podemos vivir así —me respondió, dándome un beso en la frente.

Pero yo no podía dejarlo estar. Al día siguiente, mientras Marta paseaba con Mateo por el Retiro, instalé discretamente dos cámaras: una en el salón y otra en su habitación. Me sentí sucia y culpable, como si traicionara la confianza de alguien inocente. Pero necesitaba respuestas.

Las primeras grabaciones no mostraron nada extraño. Marta jugaba con Mateo, le cantaba canciones infantiles y le daba el biberón con ternura. Empecé a relajarme. Quizá sí estaba exagerando.

Hasta el jueves siguiente.

Esa tarde llegué a casa antes de tiempo porque me encontraba mal. Entré en silencio y escuché un llanto ahogado desde la habitación de Mateo. Me acerqué despacio y vi la puerta entornada. Marta estaba sentada en la cama, móvil en mano, mientras Mateo lloraba en la cuna sin consuelo.

—¡Cállate ya! —le gritó Marta, tapándose los oídos—. ¡No puedo más contigo!

Me quedé paralizada. No entré. No pude moverme ni gritar. Me fui al salón y esperé a que Marta saliera para irse a casa. Cuando se marchó, corrí a abrazar a mi hijo y revisé las grabaciones del día.

Lo que vi me rompió el alma: Marta ignorando los llantos de Mateo durante largos minutos, poniéndole dibujos animados a todo volumen para acallarlo, dándole el biberón sin mirarle siquiera a los ojos. En un momento, incluso le zarandeó suavemente cuando no dejaba de llorar.

Lloré toda la noche. No sabía qué hacer. ¿Denunciarla? ¿Hablar con Carmen? ¿Contárselo a Sergio? Me sentía responsable por no haber protegido antes a mi hijo.

Al día siguiente, enfrenté a Marta:

—He visto lo que haces cuando no estoy —le dije con voz temblorosa—. No quiero verte nunca más cerca de mi hijo.

Marta se puso pálida y empezó a justificarse:

—Lucía, estaba agotada… Mateo no paraba de llorar… No quería hacerle daño…

No escuché más. Cerré la puerta tras ella y llamé a Sergio entre sollozos. Él llegó corriendo del trabajo y me abrazó fuerte.

—No es tu culpa —me repetía—. Hiciste lo que tenías que hacer.

Pero yo no podía dejar de pensar en todas las veces que Mateo había llorado solo, en todas las veces que confié ciegamente en alguien solo por una recomendación.

Conté lo sucedido a Carmen y al resto de vecinos del bloque. Algunos me miraron con incredulidad; otros me agradecieron el aviso. Marta desapareció del edificio esa misma semana.

Desde entonces, decidí dejar mi trabajo durante un tiempo para cuidar personalmente de Mateo. No fue fácil: tuvimos que apretarnos el cinturón y renunciar a muchas cosas. Pero cada sonrisa de mi hijo valía más que cualquier ascenso o nómina.

A veces me pregunto si volveré a confiar en alguien para cuidar de lo más importante de mi vida. ¿Cómo podemos saber quién merece nuestra confianza? ¿Cuántas veces miramos hacia otro lado por miedo o comodidad?

¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar? ¿Hasta dónde llegaríais para proteger a vuestros hijos?