La visita inesperada de las diez: cuando la verdad se cuela entre las cortinas
—¿Pero esto qué es? —susurré para mí, al ver a los niños jugando solos en el salón, rodeados de juguetes y migas de galleta por todas partes. El reloj marcaba las diez en punto. Había decidido pasarme por casa de Sergio sin avisar, con la excusa de dejarle unas croquetas que le había preparado el día anterior. No esperaba encontrarme con este caos.
Me acerqué despacio, intentando no asustar a los pequeños. Martín, el mayor, me miró con esos ojos enormes y una sonrisa desdentada.
—¡Abuela! Mamá está dormida —me dijo, como si fuera lo más normal del mundo.
No supe qué contestar. ¿Dormida? ¿A estas horas? Mi hijo Sergio ya debía de estar en la oficina desde hacía rato. Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo podía Lucía dejar a los niños solos así? ¿No se daba cuenta del peligro?
Subí las escaleras, conteniendo la rabia y la preocupación. La puerta del dormitorio estaba entornada. Empujé suavemente y la vi: Lucía, mi nuera, tumbada boca abajo, con el pelo revuelto y la cara hundida en la almohada. Parecía tan ajena al mundo que por un momento sentí lástima.
—Lucía —dije, intentando que mi voz sonara firme pero no cruel.
Ella se removió y abrió los ojos como si despertara de un sueño profundo. Tardó unos segundos en reconocerme.
—¿Carmen? ¿Qué haces aquí?
—He venido a traeros unas croquetas. Pero veo que los niños están solos abajo… y tú aquí —dejé caer la frase como una piedra en medio del silencio.
Lucía se sentó en la cama, frotándose los ojos. Vi entonces las ojeras profundas bajo sus párpados, la piel pálida, el gesto cansado.
—No he pegado ojo en toda la noche —susurró—. El pequeño ha estado con fiebre y no paraba de llorar. Cuando Sergio se ha ido, he intentado dormir un poco más… sólo un rato.
Me quedé callada. No era la respuesta que esperaba. Siempre había pensado que Lucía exageraba cuando decía que estaba agotada, que cuidar de dos niños no podía ser tan duro. Yo misma había criado a tres hijos mientras trabajaba en una tienda de barrio. Pero al mirar su rostro, algo dentro de mí empezó a tambalearse.
Bajamos juntas al salón. Los niños seguían jugando, ajenos a nuestro drama silencioso. Lucía se sentó en el sofá y se tapó la cara con las manos.
—A veces siento que no puedo más —dijo entre sollozos—. Me paso el día recogiendo juguetes, limpiando mocos, preparando comidas que luego no quieren… Y cuando Sergio llega por la noche, sólo tengo ganas de llorar o de dormir. Pero él no lo entiende. Cree que exagero.
Me senté a su lado, incómoda. ¿Qué podía decirle? ¿Que yo también lo pasé mal? ¿Que las mujeres siempre hemos tirado para adelante?
—Quizá deberías organizarte mejor —sugerí, aunque mi voz sonó menos convencida de lo que esperaba.
Lucía me miró con una mezcla de tristeza y rabia.
—Eso me dice todo el mundo. Pero nadie está aquí cuando Martín tiene una rabieta porque quiere ponerse los zapatos al revés o cuando Leo vomita en mitad de la noche. Nadie ve cómo me siento invisible, como si sólo sirviera para limpiar y callar.
Sentí un pinchazo de culpa. Recordé mis propios días de agotamiento, cuando mi marido llegaba tarde y yo me sentía sola entre pañales y deberes escolares. ¿Había olvidado ya ese cansancio?
En ese momento entró Sergio por la puerta, antes de lo habitual. Se quedó parado al vernos a las dos en el sofá, los niños jugando y el ambiente cargado de algo invisible pero denso.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, mirando alternativamente a su mujer y a mí.
Lucía bajó la mirada. Yo respiré hondo.
—He venido a traeros comida y he encontrado a los niños solos —dije—. Lucía estaba descansando porque ha pasado mala noche con Leo.
Sergio frunció el ceño.
—¿Otra vez mala noche? Lucía, tienes que organizarte mejor… No puede ser que estés siempre tan cansada.
Vi cómo Lucía apretaba los puños. Sus ojos brillaban de rabia contenida.
—¿Tú sabes lo que es estar sola todo el día con dos niños pequeños? ¿Tú sabes lo que es no tener ni cinco minutos para ti?
Sergio bufó y se encogió de hombros.
—Trabajo todo el día para que no os falte de nada…
—¡Y yo trabajo todo el día aquí! —gritó Lucía— Pero parece que eso no cuenta para nadie.
El silencio cayó como una losa. Los niños nos miraban con ojos asustados. Yo sentí ganas de llorar y de gritar al mismo tiempo.
Me levanté y fui a la cocina a preparar un café para todos. Mientras removía el azúcar en la taza, pensé en todas las veces que había juzgado a Lucía sin conocer su realidad. Pensé en mi propio hijo, incapaz de ver el esfuerzo invisible de su mujer. Pensé en mí misma, en todas las madres y abuelas que arrastramos culpas y juicios sin darnos cuenta.
Volví al salón con las tazas humeantes y me senté frente a ellos.
—Quizá todos necesitamos aprender a mirar con otros ojos —dije al fin—. Nadie sabe lo que pasa dentro de una casa hasta que entra sin avisar.
Lucía me miró agradecida; Sergio bajó la cabeza avergonzado. Los niños volvieron a sus juegos, ajenos al pequeño terremoto familiar que acababa de sacudirnos.
Ahora, mientras escribo estas líneas, me pregunto: ¿Cuántas veces juzgamos sin saber? ¿Cuántas veces olvidamos lo difícil que es cuidar y ser cuidado? Tal vez sea hora de dejar de exigir tanto y empezar a escuchar más.