Las grietas de la casa nueva

—Mamá, ¿puedo volver a casa? —La voz de Lucas, mi hijo pequeño, sonaba ahogada, como si estuviera conteniendo el llanto. Era la primera noche que pasaba en casa de mi madre desde que nos mudamos a la nueva vivienda, esa que compramos con tanta ilusión y que ahora parecía una jaula.

Miré a Sergio, mi marido, que intentaba disimular su cansancio mientras revisaba los extractos bancarios en el portátil. La luz azulada iluminaba sus ojeras. Habíamos dejado a los niños con mi madre para tener unos días de «descanso» y poder poner en orden las cuentas, pero ni siquiera así conseguíamos dormir tranquilos.

—Lucas, cariño, solo serán dos noches. Aprovecha para estar con la abuela y tu primo Diego. Mañana os llevaremos churros para desayunar —intenté sonar alegre, pero mi voz tembló igual que la suya.

Colgué y me quedé mirando el móvil. Sergio cerró el portátil de golpe.

—¿Otra vez? ¿No puede estar ni un día sin ti? —dijo, con ese tono entre frustrado y resignado que últimamente se había vuelto habitual.

—Tiene ocho años, Sergio. Está nervioso. Todo esto es nuevo para él… para todos —respondí, sintiendo cómo la culpa me subía por la garganta.

La casa estaba en silencio. Demasiado grande para nosotros cuatro, demasiado vacía sin los niños. Cuando firmamos la hipoteca hacía dos años, creímos que era el paso lógico: Sergio acababa de conseguir una promoción en la empresa de transportes y yo, aunque solo tenía un contrato temporal en la biblioteca municipal, sentía que por fin podríamos ofrecerles a nuestros hijos algo propio. Un hogar de verdad.

Pero la realidad fue otra. Las cuotas mensuales nos asfixiaron desde el principio. El sueldo de Sergio no era tan alto como esperábamos y mi contrato no se renovó. Empezamos a recortar en todo: vacaciones, cenas fuera, incluso las actividades extraescolares de los niños. El ambiente en casa se volvió tenso. Lucas empezó a tener pesadillas y Alba, nuestra hija mayor, se encerraba en su cuarto con los cascos puestos todo el día.

—¿Y si le recogemos mañana? —propuse en voz baja.

Sergio suspiró.

—No podemos seguir así, Marta. Los niños tienen que adaptarse. No podemos protegerles de todo…

Pero yo sabía que no era solo eso. Era el miedo a reconocer que nos habíamos equivocado. Que aquella casa de ladrillo visto y jardín descuidado era un error del que no sabíamos cómo salir.

Esa noche no dormí. Recordé cuando vivíamos en el piso alquilado del barrio de Chamberí: pequeño, sí, pero lleno de vida. Los vecinos saludaban al pasar, los niños jugaban en el patio interior y yo podía bajar a tomar un café con mi amiga Elena sin mirar el reloj ni la cuenta bancaria cada dos minutos.

A la mañana siguiente fui a buscar a Lucas antes de lo previsto. Mi madre me recibió en bata y con cara de preocupación.

—No ha pegado ojo en toda la noche —me susurró mientras Lucas desayunaba en silencio—. Dice que echa de menos su cuarto… pero yo creo que lo que echa de menos es cómo erais antes.

Me dolió más de lo que esperaba. ¿Tan evidente era nuestro cambio?

En el coche, Lucas me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre me desarman.

—Mamá, ¿por qué ya no reís tú y papá?

No supe qué contestar. Le acaricié el pelo y le prometí que haríamos tortitas esa tarde.

Al llegar a casa, Alba estaba sentada en las escaleras del recibidor con el móvil en la mano.

—¿Ya volvéis? —preguntó sin levantar la vista—. Pensaba que ibais a aprovechar para hablar tranquilos…

—¿Hablar de qué? —pregunté, aunque sabía perfectamente a qué se refería.

Alba se encogió de hombros.

—De si vamos a seguir aquí o no. De si vais a seguir juntos o no.

Me quedé helada. ¿Tan mal lo estábamos haciendo? ¿Tanto se notaba nuestra tensión?

Esa tarde intenté recuperar algo de normalidad: hicimos tortitas, pusimos música (la misma lista de Sabina y Amaral que poníamos en el piso antiguo) y jugamos al parchís. Por un momento creí ver una chispa de alegría en los ojos de Lucas y hasta Alba sonrió cuando Sergio perdió dos veces seguidas.

Pero al caer la noche, todo volvió a su sitio: Sergio revisando cuentas, Alba encerrada en su cuarto y Lucas pegado a mí como si temiera perderme.

Una semana después recibimos una carta del banco: habían subido el interés variable de la hipoteca. Las cuotas serían aún más altas. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas.

Esa noche discutimos fuerte. Sergio gritó que estaba harto de sentirse un fracaso; yo le reproché haberme dejado sola con todo; Alba salió llorando de su cuarto y Lucas se tapó los oídos para no escuchar nuestros gritos.

Al día siguiente mi madre vino a casa sin avisar. Nos sentó a todos en el salón como cuando éramos pequeños y nos obligó a hablar. Alba confesó que odiaba el instituto nuevo y echaba de menos a sus amigas; Lucas dijo que tenía miedo de que nos separásemos; Sergio admitió que estaba agotado y yo… yo solo pude pedir perdón entre lágrimas.

Mi madre nos miró uno a uno y dijo:

—Las casas no hacen familias. Sois vosotros los que tenéis que cuidaros… aunque sea en un piso pequeño o en una mansión.

Esa noche dormimos todos juntos en el salón, como cuando éramos felices sin darnos cuenta.

Ahora han pasado dos años desde aquella llamada de Lucas. Seguimos luchando con la hipoteca, pero hemos aprendido a hablar más y gritar menos. Alba ha hecho nuevas amigas; Lucas duerme mejor; Sergio y yo vamos juntos al parque los domingos aunque solo sea para pasear y recordar quiénes éramos antes de las facturas y las preocupaciones.

A veces me pregunto: ¿cuánto pesa una casa? ¿Vale la pena sacrificar la alegría por cuatro paredes propias? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?