Las llamadas vacías: El precio de la herencia
—¿Mamá, cómo te encuentras hoy? —pregunta Lucía, mi hija mayor, con esa voz que mezcla prisa y obligación.
—Bien, hija, como siempre —respondo, aunque por dentro me siento tan vacía como la casa desde que se marcharon todos.
El teléfono cuelga antes de que pueda preguntar por mis nietos. Sé que mañana llamará de nuevo, igual que mis otros dos hijos, pero siempre es lo mismo: una pregunta rápida sobre mi salud, un silencio incómodo y la promesa de que pronto vendrán a verme. Promesas que se las lleva el viento de Madrid.
Me llamo Lidia Fernández y tengo setenta y ocho años. Vivo sola en el piso donde crié a mis tres hijos: Lucía, Sergio y Marta. Mi marido, Antonio, nos dejó hace más de treinta años. Recuerdo el portazo aquella noche lluviosa y cómo tuve que recomponerme para sacar adelante a mis hijos con mi sueldo de maestra. Ahora, después de toda una vida dedicada a ellos, me encuentro mirando por la ventana, viendo pasar los días y preguntándome si alguna vez volverán a necesitarme de verdad.
Hoy es mi cumpleaños. He preparado una tortilla de patatas y he puesto la mesa para cuatro, como si fueran a aparecer en cualquier momento. Pero el reloj avanza y sólo escucho el tic-tac y el rumor lejano del televisor encendido para no sentir tanto silencio. Me aferro a los recuerdos: las risas en la cocina, los gritos jugando al escondite por el pasillo, las noches de Reyes con los zapatos alineados junto a la puerta.
A las siete suena el teléfono. Es Sergio.
—Felicidades, mamá. ¿Cómo te encuentras?
—Gracias, hijo. Bien, aquí, celebrando sola —digo con una sonrisa forzada.
—Ya sabes cómo está todo… El trabajo, los niños… Pero te llamamos todos los días, ¿eh? No te quejarás —responde con tono bromista.
—No me quejo, Sergio. Sólo echo de menos veros —susurro.
—Bueno, mamá, tengo que dejarte. Dale recuerdos a Lucía si habla contigo —y cuelga antes de que pueda decirle cuánto le quiero.
Me siento en el sofá y miro la foto familiar del salón. Todos sonrientes en la boda de Marta. ¿Cuándo dejamos de ser una familia unida? ¿Cuándo se convirtió mi salud en un trámite diario?
A veces pienso que sólo me llaman para asegurarse de que sigo viva. Hace unos meses escuché a Lucía hablando con su marido:
—Si mamá se pone mala, habrá que decidir qué hacemos con el piso. Ya sabes lo que vale en este barrio…
No saben que escuché esa conversación. Desde entonces, cada llamada me pesa más. ¿Me quieren o sólo esperan heredar lo poco que tengo?
El timbre suena de repente. Mi corazón late rápido: ¿será alguno de ellos? Abro la puerta y es Carmen, mi vecina.
—Lidia, ¿te apetece bajar a tomar un café? Hoy hace buen día.
—Gracias, Carmen. Prefiero quedarme en casa por si llaman los niños —respondo con una sonrisa triste.
Carmen me mira con compasión y asiente antes de marcharse. Vuelvo al salón y me siento junto a la ventana. Veo pasar a una pareja joven con un carrito de bebé y me invade una punzada de nostalgia.
Recuerdo cuando Marta vino hace dos años con su hija recién nacida. Sólo estuvo media hora porque tenía prisa. Me dejó a la niña en brazos mientras hablaba por el móvil todo el rato. Cuando se fue, sentí un vacío aún mayor.
La noche cae y nadie ha venido. Apago las luces y me acuesto temprano. En la oscuridad, las dudas me asaltan:
¿En qué momento dejamos de ser importantes para nuestros hijos? ¿Por qué el dinero puede más que el cariño?
Al día siguiente recibo una carta del banco: «Le recordamos la importancia de actualizar su testamento». La dejo sobre la mesa sin abrirla. No quiero pensar en eso ahora.
Por la tarde llama Marta:
—Mamá, ¿has pensado ya lo del piso? Podrías venderlo e irte a una residencia buena… Así estarías cuidada y nosotros podríamos ayudarte con los trámites.
—¿Ayudarme o deshaceros de mí? —pienso, pero no lo digo en voz alta.
—Lo pensaré —respondo simplemente.
Cuelgo y las lágrimas caen sin poder evitarlo. Me siento invisible en mi propia vida. ¿De verdad he criado a tres hijos para acabar así?
Esa noche decido escribirles una carta:
«Queridos hijos: Sé que estáis ocupados y tenéis vuestras vidas, pero echo de menos sentirme parte de vuestra familia. No quiero ser una carga ni un trámite más en vuestra agenda. Sólo quiero saber si aún queda algo de aquel amor que nos unía cuando erais pequeños…»
La dejo sobre la mesa junto al testamento sin firmar. Quizá mañana tenga fuerzas para enviarla.
¿Es esto lo que nos espera a todos cuando envejecemos? ¿Qué haríais vosotros si sintierais que vuestra familia sólo os ve como una herencia? Espero vuestras respuestas.