Llaman a mi puerta: una noche que cambió mi vida

—¡Por favor, abra la puerta! ¡Sabemos que está ahí!—. El grito atravesó la madera y me heló la sangre. Eran las diez y media de la noche y yo estaba sola en el piso de Lavapiés, con la televisión encendida y la cena a medio terminar. No esperaba visitas, y mucho menos a una familia entera aporreando mi puerta.

Me levanté despacio, con el corazón desbocado. Miré por la mirilla: una mujer de unos cuarenta años, dos niños pequeños y un hombre con cara de pocos amigos. No los conocía. El hombre volvió a golpear, más fuerte esta vez.

—¡Sabemos que este piso es nuestro! ¡Nos lo prometieron!—

Sentí un escalofrío. ¿Cómo que suyo? Yo llevaba casi un año alquilando aquí, pagando puntualmente a la agencia. ¿Sería una estafa? ¿Un error? ¿O algo peor?

—¿Quiénes son ustedes?— pregunté, intentando que mi voz no temblara.

—¡Somos la familia Sánchez! ¡El casero nos dijo que podíamos entrar hoy!— gritó la mujer, con los ojos llenos de rabia y cansancio.

Me alejé de la puerta y marqué el número de la agencia. Nadie contestaba. Miré el móvil: ni un mensaje, ni una llamada perdida. Sentí una oleada de soledad. ¿Y si forzaban la puerta? ¿Y si realmente tenían derecho a estar aquí?

Los niños empezaron a llorar. El hombre murmuraba algo entre dientes. Me asomé por la ventana: la calle estaba vacía, solo el eco de los gritos y el llanto subía hasta el tercer piso. Pensé en llamar a la policía, pero dudé. ¿Y si era un malentendido? ¿Y si yo era la intrusa?

Recordé la primera vez que vi este piso: paredes blancas, luz entrando por los balcones, el bullicio del barrio mezclado con el olor a café de la cafetería de abajo. Había sentido que, por fin, tenía un hogar en Madrid, lejos de mi familia de Salamanca, lejos de los reproches de mi madre por haberme ido «tan lejos y sola».

—Por favor, señora, tenemos a los niños— suplicó la mujer, ahora más calmada—. Llevamos todo el día esperando. No tenemos dónde dormir.

Sentí una punzada de culpa. ¿Y si de verdad estaban en la calle? ¿Y si el casero les había prometido el piso sin avisarme? Recordé las veces que el casero, don Ramón, me había dejado plantada para arreglar la caldera o para cobrar el alquiler en mano. Siempre evasivo, siempre con prisas.

—No puedo abrirles. Yo también alquilo aquí— respondí, intentando sonar firme.

El hombre soltó una carcajada amarga.

—¡Pues alguien nos está tomando el pelo!—

La tensión era insoportable. Me senté en el suelo, pegada a la puerta, escuchando los sollozos de los niños y las discusiones de la pareja. Pensé en mi madre, en cómo me advertía de los peligros de la ciudad, en cómo me decía que «en Madrid nadie te ayuda». ¿Sería verdad?

De repente, escuché pasos en la escalera. Un vecino, don Julián, asomó la cabeza desde el rellano.

—¿Qué pasa aquí?— preguntó, con voz autoritaria.

La mujer se abalanzó hacia él.

—¡Nos han dejado sin casa! ¡Nos dijeron que este piso era nuestro!—

Don Julián me miró a través de la mirilla.

—¿Estás bien, Lucía?—

—No sé qué hacer— susurré.

Él suspiró y sacó su móvil.

—Voy a llamar a la policía. Esto no puede seguir así.—

La pareja protestó, pero don Julián no se dejó amedrentar. Mientras esperábamos, me sentí atrapada entre la compasión y el miedo. ¿Y si la policía me pedía que me fuera? ¿Y si el casero había jugado con todos nosotros?

La policía llegó en menos de diez minutos. Dos agentes subieron y escucharon ambas versiones. Yo mostré mi contrato de alquiler, los recibos, los correos con la agencia. La mujer mostró un mensaje de WhatsApp del casero: “Podéis entrar el día 15. El piso estará libre”. Era el 15.

El agente me miró con seriedad.

—Esto es un lío de contratos. Pero usted tiene derecho a estar aquí hasta que termine su alquiler. Ellos deben hablar con el propietario.—

La familia se derrumbó en el rellano. Los niños, agotados, se abrazaron a su madre. El hombre me miró con odio, pero también con desesperación. Sentí una mezcla de alivio y vergüenza.

Cuando todo terminó y la policía se llevó a la familia para buscarles un alojamiento temporal, cerré la puerta y me apoyé contra ella. Lloré. Lloré por el miedo, por la soledad, por la injusticia. Lloré porque, en el fondo, sabía que podría haber sido yo la que se quedara en la calle si las cosas hubieran sido distintas.

Esa noche no dormí. Pensé en los límites que ponemos para protegernos, en la desconfianza que crece en las ciudades, en la fragilidad de nuestras vidas cuando dependemos de otros para tener un techo. Pensé en don Ramón y en todos los caseros que juegan con la necesidad de la gente. Pensé en la familia Sánchez y en cuántas personas viven cada día con el miedo de perder su hogar.

Al día siguiente, la agencia me llamó. Se disculparon, dijeron que había sido un error de comunicación, que el casero había intentado alquilar el piso dos veces para sacar más dinero. Me ofrecieron cambiarme a otro piso, pero me negué. No quería volver a empezar. No quería sentirme una extraña en mi propia casa.

Desde entonces, cada vez que escucho pasos en el pasillo, mi corazón se acelera. Cada vez que alguien llama a la puerta, dudo antes de abrir. Pero también he aprendido a valorar mi espacio, a defender mis derechos y a no dejarme manipular por el miedo o la culpa.

A veces me pregunto: ¿cuántas personas viven con el temor de perder lo poco que tienen? ¿Cuántas veces dejamos que la desconfianza gane al deseo de ayudar? ¿Y tú, qué habrías hecho en mi lugar?