Lo que nunca elegí: Un matrimonio por obligación y el precio de la verdad

—¿Y ahora qué hacemos, Álvaro? —me preguntó Eva con la voz temblorosa, sentada en el banco de piedra del parque, mientras el viento de marzo agitaba su pelo castaño.

No supe qué responder. Tenía veintisiete años y, hasta ese momento, creía que la vida era algo que uno podía planificar. Pero ahí estaba yo, con Eva, una chica a la que apenas conocía más allá de unas noches de risas y copas en el cumpleaños de nuestro amigo Sergio. Habíamos salido juntos un par de veces después, pero la chispa nunca prendió. Simplemente, dejamos de vernos. Hasta que, tres meses después, Eva me llamó con voz entrecortada: estaba embarazada.

No hubo gritos ni reproches. Solo un silencio pesado, como si el mundo se hubiera detenido. Mis padres, Mercedes y Antonio, lo supieron esa misma noche. Recuerdo a mi madre llorando en la cocina, diciendo que «en este pueblo la gente habla mucho» y que «no podía permitir que su hijo tuviera un hijo fuera del matrimonio». Mi padre fue más tajante: «Álvaro, tienes que hacerte responsable. Así es como se hacen las cosas aquí».

La familia de Eva fue igual de contundente. Su madre, Carmen, una mujer de mirada dura y voz firme, nos reunió en el salón de su casa: «No voy a permitir que mi hija pase por esto sola. Si hay un niño en camino, habrá boda». Eva me miró con los ojos llenos de miedo y resignación. Yo sentí una mezcla de rabia y culpa. ¿Por qué nadie nos preguntaba qué queríamos nosotros?

La boda fue sencilla pero tensa. En la iglesia del barrio, rodeados de familiares y vecinos curiosos, pronunciamos unos votos vacíos. Recuerdo mirar a Eva mientras el cura hablaba y ver en sus ojos el mismo vacío que sentía yo. Después del arroz y las fotos forzadas, nos fuimos al piso que mis padres nos habían conseguido en Vallecas. Era pequeño, frío y olía a pintura fresca.

Los primeros meses fueron un infierno silencioso. Eva vomitaba cada mañana y yo salía temprano para evitar enfrentarme a su tristeza. Trabajaba en una gestoría donde mis compañeros cuchicheaban a mis espaldas. «Se ha casado por el bombo», decían algunos. Yo solo quería desaparecer.

Una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía sacar la basura, Eva explotó:
—¡No soporto esto! ¡No te soporto a ti ni a tu familia! ¡Yo no quería esto!

Me quedé helado. Por primera vez desde todo aquello, alguien decía en voz alta lo que yo también sentía.
—¿Y qué quieres que haga? —le respondí—. ¿Irme? ¿Dejarte sola?

—¡Haz lo que quieras! —gritó ella antes de encerrarse en el baño.

El embarazo avanzaba y con él crecía la distancia entre nosotros. Empezamos a dormir en habitaciones separadas. Solo hablábamos para lo imprescindible: citas médicas, compras del súper, llamadas de las madres para controlar cómo iba todo.

El día que nació Lucía fue el más extraño de mi vida. Sentí alegría al verla por primera vez, tan pequeña y frágil, pero también un miedo atroz. ¿Sería capaz de quererla como debía? ¿O arrastraría mi frustración como una cadena?

Eva se volcó en la niña y yo intenté hacer lo mismo, pero cada gesto era torpe, forzado. Las visitas familiares eran un desfile de consejos no pedidos y críticas veladas: «Eva está muy delgada», «Álvaro debería ayudar más», «Así no se cría una niña».

Un día, mientras paseaba con Lucía en el parque, me encontré con Sergio, el amigo común por el que conocí a Eva.
—Tío, ¿estás bien? —me preguntó con sinceridad.

No supe qué decirle. Solo asentí y cambié de tema. Pero esa noche no pude dormir. Me di cuenta de que llevaba meses sobreviviendo, no viviendo.

La situación se volvió insostenible cuando Lucía cumplió dos años. Eva y yo discutíamos por todo: dinero, horarios, educación de la niña… Una tarde, después de una pelea especialmente dura, Eva me miró con lágrimas en los ojos:
—No puedo más, Álvaro. No quiero que Lucía crezca viendo esto.

Y así fue como decidimos separarnos. Fue duro enfrentarse a las familias otra vez. Mi madre lloró durante semanas; mi padre dejó de hablarme durante meses. La madre de Eva me llamó «cobarde» delante de toda la familia en la comida del domingo.

Pero algo cambió en mí tras la separación. Empecé a pasar tiempo real con Lucía: íbamos al Retiro a dar de comer a los patos, le leía cuentos antes de dormir cuando estaba conmigo los fines de semana… Descubrí que podía ser buen padre sin tener que fingir ser buen marido.

Eva también cambió: volvió a estudiar y encontró trabajo en una librería del centro. Nos llevamos mejor separados que juntos; incluso llegamos a reírnos alguna vez recordando lo absurda que fue nuestra boda.

A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si hubiera tenido el valor de decir «no» desde el principio. Si nuestras familias hubieran entendido que un hijo no es motivo suficiente para unir dos vidas sin amor.

¿De verdad debemos sacrificar nuestra felicidad por miedo al qué dirán? ¿Cuántas vidas se han roto en silencio por culpa de tradiciones que ya no tienen sentido?

Quizá nunca tenga respuestas claras, pero sé que hoy soy más libre y honesto conmigo mismo. Y eso es algo que nadie me puede quitar.