Lo que se dice cuando no escuchas: La traición de un amigo en la sobremesa
—¿Pero tú has visto cómo es la casa de los Ortega? —La voz de Sergio, mi mejor amigo desde el instituto, retumbó en mi oído como una bofetada inesperada. No colgué a tiempo. Mi móvil seguía conectado, y lo que escuché después me cambió para siempre.
Era viernes por la tarde. Había llamado a Sergio para invitarle a él y a su mujer, Lucía, a pasar el sábado en nuestra casa de campo, cerca de Ávila. Mi mujer, Carmen, y yo llevábamos semanas preparando todo: carne para la barbacoa, juegos para los niños, incluso habíamos comprado un vino caro porque sabíamos que a Sergio le gustaba presumir de entendido. La llamada fue cordial, llena de bromas y promesas de risas. Pero cuando creí que había colgado, el destino decidió que escuchara la verdad.
—No sé cómo aguanto a Pablo —decía Sergio, con ese tono burlón que nunca le había escuchado antes—. Siempre tan correcto, tan… ¿cómo decirlo? Tan de manual. Y Carmen, pobrecilla, parece que vive para limpiar y hacer croquetas.
Lucía se rió. —Bueno, al menos nos invitan a comer. Pero sí, son un poco sosos. Y sus hijos… ¿has visto cómo visten? Siempre con esas camisas pasadas de moda.
Sentí un nudo en el estómago. Me quedé quieto en mitad del salón, con el móvil pegado a la oreja, como si fuera una bomba a punto de estallar. ¿Eso pensaban realmente de nosotros? ¿Después de tantos años compartiendo vacaciones, cenas y confidencias?
—¿Y qué me dices del padre de Carmen? —continuó Sergio—. Siempre contando batallitas de la guerra y criticando al gobierno. ¡Si parece que vive en otro siglo!
—Bueno, Pablo tampoco se queda corto —añadió Lucía—. Siempre hablando de su trabajo como si fuera el único que tiene problemas. Y luego va de humilde, pero bien que presume de coche nuevo.
Me temblaban las manos. Quise colgar, pero no podía moverme. Era como si necesitara escuchar hasta el final, como si una parte de mí aún esperara que dijeran algo bueno.
—En fin —suspiró Sergio—, iremos porque tampoco tenemos mejores planes. Pero te juro que si Pablo vuelve a hablarme del colegio concertado de sus hijos, me levanto y me voy.
No recuerdo cómo terminé la llamada. Solo sé que me quedé sentado en el sofá, mirando al vacío, mientras Carmen preparaba la ensalada en la cocina y mis hijos discutían por el mando de la tele.
Esa noche apenas dormí. Me revolvía en la cama pensando en cada palabra, cada risa falsa, cada gesto que ahora veía bajo una luz diferente. ¿Habían sido siempre así? ¿Había ignorado las señales por miedo a quedarme solo?
A la mañana siguiente, Carmen notó mi silencio.
—¿Te pasa algo? —preguntó mientras ponía la mesa del desayuno.
La miré y sentí una punzada de culpa. No quería preocuparla, pero tampoco podía fingir.
—He escuchado algo que no debía —dije al fin—. Sergio y Lucía… No son quienes creíamos.
Carmen dejó caer la cuchara y se sentó frente a mí.
—¿Qué ha pasado?
Le conté todo. Cada palabra cruel, cada burla disfrazada de broma. Carmen se quedó callada unos segundos y luego suspiró.
—Siempre pensé que Lucía era un poco… superficial —admitió—. Pero Sergio… No me lo esperaba.
El sábado llegó y con él la incómoda visita. Decidimos no cancelar; queríamos ver si eran capaces de fingir delante de nosotros después de lo que habíamos escuchado.
Sergio llegó con una botella de vino barato y una sonrisa forzada.
—¡Qué bien huele esa barbacoa! —exclamó al entrar.
Lucía abrazó a Carmen con entusiasmo exagerado.
Durante la comida, todo fue una farsa. Sergio evitaba mirarme a los ojos y Lucía hablaba sin parar del último viaje que habían hecho a Santander. Yo apenas probé bocado. Cada vez que Sergio abría la boca sentía ganas de gritarle: «¡Sé lo que piensas! ¡Sé quién eres!»
Al final del día, cuando se marcharon, Carmen y yo nos miramos en silencio. Sabíamos que algo se había roto para siempre.
Esa noche llamé a mi hermana Marta. Siempre había sido mi confidente.
—¿Tú crees que soy un hipócrita? —le pregunté sin rodeos.
Marta se rió con ternura.
—Eres muchas cosas, Pablo, pero hipócrita no es una de ellas. Lo que pasa es que hay gente que no soporta ver felices a los demás. Y menos si creen que les va mejor que a ellos.
Colgué sintiéndome un poco mejor, pero aún herido. Durante los días siguientes repasé mentalmente cada momento compartido con Sergio: los partidos del Atleti en el bar del barrio, las noches de copas en Malasaña cuando éramos jóvenes, las confidencias sobre nuestros padres enfermos… ¿Había sido todo mentira?
En el trabajo no podía concentrarme. Mis compañeros notaron mi mal humor y uno de ellos, Luis, me invitó a tomar un café.
—¿Te pasa algo? —me preguntó mientras removía el azúcar.
Le conté lo sucedido sin dar nombres.
—Eso pasa más de lo que crees —dijo Luis—. La gente habla mucho por detrás. Pero al final tienes que decidir: ¿prefieres rodearte de quienes te aprecian tal como eres o seguir fingiendo para encajar?
Esa pregunta me acompañó toda la semana.
El siguiente sábado recibí un mensaje de Sergio: «¿Te apetece ver el partido esta tarde?» No respondí. Por primera vez en años sentí que no le debía nada a nadie.
Esa noche salí a pasear solo por el parque del Retiro. Miré las luces reflejadas en el estanque y pensé en todo lo ocurrido.
¿De qué sirve construir una vida rodeado de gente si al final nadie te conoce realmente? ¿Cuántas veces hemos callado por miedo a perder amistades que ya estaban rotas desde hace tiempo?
Quizá sea hora de empezar a elegir mejor a quién dejo entrar en mi vida.