Lo que siembras, recoges: Un mes de arroz y reproches

—¿De verdad crees que con un saco de arroz tenemos para todo el mes? —le grité a Tomás, mientras sostenía la lista de la compra arrugada entre mis manos temblorosas. Él, sentado en la mesa de la cocina, ni siquiera levantó la vista del móvil.

—Mira, Carmen, si aprendieras a administrar mejor el dinero, no estaríamos así. El arroz llena y es barato. No hace falta más —respondió con esa voz suya, tan fría y cortante como el viento de enero en Madrid.

Sentí cómo la rabia me subía por el pecho. Llevábamos semanas discutiendo por lo mismo: el dinero no alcanzaba y él siempre encontraba la manera de culparme. Pero esa noche, algo dentro de mí se rompió. Decidí que si Tomás pensaba que el arroz era suficiente, entonces viviría solo de arroz. Ni una lenteja más.

A la mañana siguiente, mientras los niños desayunaban galletas y leche, le serví a Tomás un plato humeante de arroz blanco. Me miró extrañado.

—¿No hay café? ¿Ni un huevo? —preguntó.

—No hay presupuesto —le respondí, devolviéndole su propia frase.

Durante los primeros días, Tomás intentó tomárselo a broma. Hacía chistes delante de Lucía y Marcos, nuestros hijos, sobre hacerse chef experto en arroces. Pero pronto la monotonía y el hambre empezaron a hacer mella. Llegaba del trabajo cansado y malhumorado, y cada vez que abría la nevera y solo veía el tupper con arroz hervido, me lanzaba una mirada cargada de reproche.

Las discusiones se volvieron diarias. Una noche, mientras recogía los platos, Tomás explotó:

—¡Esto es absurdo! ¿Qué pretendes demostrarme?

—Solo quiero que entiendas lo que es hacer magia con cuatro duros —le respondí, con lágrimas en los ojos.

Los niños empezaron a notar el ambiente tenso. Lucía dejó de invitar a sus amigas a casa y Marcos se encerraba en su habitación con los cascos puestos. Mi suegra, Pilar, vino un domingo a comer y notó enseguida que algo iba mal.

—¿Por qué está tan callado Tomás? —me preguntó en voz baja mientras fregábamos los platos.

—Está aprendiendo a valorar lo que tiene —le respondí sin mirarla.

Pero la verdad es que yo tampoco dormía bien. Me sentía culpable cada vez que veía a Tomás empujar el arroz con el tenedor, la mirada perdida. Recordaba los primeros años juntos, cuando compartíamos bocadillos en el Retiro porque no teníamos para más, pero nos bastaba con reírnos juntos.

Una tarde, al volver del trabajo, encontré a Tomás sentado en el sofá con Lucía acurrucada a su lado. Ella lloraba en silencio.

—¿Qué ha pasado? —pregunté alarmada.

—Nada, mamá. Solo estoy cansada —susurró Lucía.

Pero Tomás me miró con ojos rojos y derrotados.

—Esto no puede seguir así, Carmen. Nos estamos haciendo daño todos. Yo fui un imbécil al decir lo del arroz. Lo siento —dijo en voz baja.

Me senté junto a ellos y por primera vez en semanas nos abrazamos los tres. Sentí cómo se aflojaba el nudo en mi garganta.

Esa noche hablamos largo y tendido. Reconocimos nuestros errores: yo por dejarme llevar por el rencor y él por no valorar mi esfuerzo diario. Decidimos hacer juntos la compra del día siguiente y buscar soluciones reales: recortar gastos innecesarios, planificar mejor los menús y, sobre todo, escucharnos más.

A veces me pregunto si mereció la pena todo ese sufrimiento solo para demostrarle algo a Tomás. ¿De verdad gané algo al verlo pasar hambre? ¿O solo perdimos todos un poco de nosotros mismos?

Quizá la verdadera pregunta sea: ¿cuántas veces dejamos que el orgullo pese más que el amor en nuestras familias?