Mamá, si no aceptas mi elección, me iré para siempre
—Mamá, si no aceptas mi elección, me iré para siempre…
Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas. El eco de mi voz rebotó en las paredes de la cocina, donde el aroma a café recién colado y pan dulce no lograba suavizar la tensión. Mi madre, doña Carmen, se quedó inmóvil, con la cuchara suspendida en el aire y los ojos fijos en mí, como si acabara de escuchar una blasfemia.
—¿Cómo puedes decirme eso, Kamil? —su voz tembló, pero no cedió—. ¿Después de todo lo que he hecho por ti?
No respondí. Me limité a mirar el suelo, sintiendo el peso de su decepción como una losa sobre mis hombros. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso: vendedores ambulantes voceando sus productos, niños jugando en la calle, el lejano rugido del metro. Pero dentro de nuestro pequeño departamento en Iztapalapa, el tiempo parecía haberse detenido.
La discusión había comenzado horas antes, cuando finalmente le confesé que estaba enamorado de Julián. No era solo el hecho de que fuera un hombre; era también que Julián venía de una familia humilde del Estado de México, y mi madre siempre soñó con que yo me casara con una muchacha «de bien», como ella decía. Para ella, mi elección era una traición doble: a su fe y a sus expectativas.
—¿Y qué va a decir tu abuela? ¿Y tus tías? ¿Te imaginas el chisme en la colonia? —insistió, su voz subiendo de tono.
—No me importa lo que digan —respondí, aunque por dentro me moría de miedo. Sabía que en nuestra familia las apariencias lo eran todo.
Esa noche dormí poco. Me desperté antes del amanecer, empacando una mochila con lo esencial: un par de mudas de ropa, mi cuaderno de dibujos y la foto desgastada de mi papá, que nos había dejado cuando yo tenía ocho años. Salí sin hacer ruido, dejando una nota sobre la mesa: «Te amo, pero necesito ser yo mismo».
El tren suburbano estaba casi vacío cuando subí. Elegí un asiento junto a la ventana y miré cómo la ciudad se desvanecía tras el cristal empañado. Frente a mí se sentó una pareja de ancianos; la señora sacó dos conchas del mercado y se las repartió con su esposo. Me recordó a los domingos en casa, cuando mamá preparaba chocolate caliente y nos sentábamos a ver telenovelas.
—¿Vas lejos, joven? —me preguntó el señor, con una sonrisa amable.
—Sí… creo que sí —respondí, sin saber realmente a dónde iba.
El tren avanzaba y yo repasaba en mi mente cada palabra que le había dicho a mamá. ¿Había sido demasiado duro? ¿Podría perdonarme algún día? Pensé en Julián, esperándome en la estación de Tlalnepantla, con esa sonrisa tímida que tanto me gustaba. Él tampoco tenía el apoyo de su familia; su padre lo había corrido de la casa cuando supo que era gay.
Mi teléfono vibró. Era un mensaje de mamá: «Por favor, regresa. No entiendo nada, pero eres mi hijo». Sentí un nudo en la garganta. Quise responderle, pero no encontré las palabras.
Llegué a la estación y vi a Julián entre la multitud. Corrí hacia él y nos abrazamos fuerte. Por un momento sentí que todo estaría bien. Pero la realidad nos golpeó pronto: encontrar trabajo era difícil para dos jóvenes sin estudios universitarios y sin el respaldo de sus familias. Alquilamos un cuarto diminuto en una vecindad; las paredes eran tan delgadas que podíamos escuchar las peleas de los vecinos y los llantos de los niños.
Al principio todo era emoción y libertad. Cocinábamos juntos arroz con huevo y veíamos películas piratas en la laptop vieja de Julián. Pero pronto llegaron los problemas: el dinero no alcanzaba, Julián se enfermó y no teníamos seguro médico. Yo conseguí trabajo limpiando oficinas por las noches; Julián vendía dulces en los camiones.
Una tarde llegué a casa y lo encontré llorando.
—No puedo más, Kamil… extraño a mi mamá —me dijo entre sollozos.
Lo abracé fuerte. Yo también extrañaba a la mía. Extrañaba sus regaños, sus abrazos apretados y hasta sus sermones interminables sobre el «qué dirán».
Pasaron los meses y la distancia con mi madre se hizo más grande. A veces me llamaba para preguntarme si estaba comiendo bien o si necesitaba dinero. Pero nunca mencionaba a Julián. Era como si él no existiera.
Un día recibí una llamada inesperada: mi abuela había enfermado gravemente. Dudé mucho antes de decidir regresar a casa. Julián me animó:
—Ve con tu familia, Kamil. Yo estaré bien aquí.
Volví al departamento familiar después de casi un año fuera. Mi madre me recibió con lágrimas en los ojos y un abrazo largo, silencioso. No hablamos mucho esa noche; solo compartimos una taza de café y miramos juntas las luces de la ciudad desde la ventana.
Al día siguiente fui al hospital a ver a mi abuela. Me tomó la mano con fuerza y me susurró:
—No importa a quién ames, mijo… lo importante es que seas feliz.
Sus palabras me dieron una paz que no había sentido en mucho tiempo.
Poco a poco, mi madre empezó a aceptar mi relación con Julián. No fue fácil; hubo muchas discusiones y silencios incómodos. Pero también hubo pequeños gestos: una llamada para preguntar por él cuando se enfermó, una invitación a cenar en Navidad.
Hoy vivo con Julián en un departamento modesto pero lleno de amor. Mi madre nos visita cada domingo; aún le cuesta trabajo entender algunas cosas, pero sé que lo intenta por mí.
A veces me pregunto si valió la pena todo el dolor y la distancia. Pero luego veo a Julián sonreír mientras cocina o escucho a mi madre reírse con nosotros en la mesa y sé que sí valió la pena luchar por mi felicidad.
¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para ser tú mismo? ¿Vale más el amor propio o el miedo al rechazo? Los leo…