Mañana le diré toda la verdad

—¡Ya basta, Mariana! ¡No puedo más con esto! —grité, y mi voz retumbó en las paredes del pequeño departamento en el centro de Guadalajara. Mi hija, Lucía, se encogió en el sofá, abrazando su peluche, mientras mi esposo, Andrés, me miraba con esos ojos oscuros llenos de decepción y rabia. El reloj marcaba las once y media de la noche, pero el cansancio no era suficiente para apagar el incendio que ardía entre nosotros.

Andrés se levantó del sillón, tirando el control remoto al suelo. —¿Otra vez con lo mismo? ¿Crees que no me doy cuenta de cómo me evitas? ¿De cómo te pierdes en tus pensamientos y te olvidas de todo lo que pasa aquí?

Yo apreté los puños, sintiendo cómo la culpa me subía por la garganta como un veneno. No era solo el desorden en la casa ni los platos sucios apilados en la cocina. Era algo mucho más profundo, un secreto que llevaba años ocultando y que cada día pesaba más. Pero no podía decirlo. No todavía.

—Estoy cansada, Andrés. Trabajo todo el día, llego a casa y todo sigue igual o peor. No soy una máquina —susurré, pero mi voz tembló.

Él bufó y se encerró en la recámara, dando un portazo que hizo temblar los vidrios. Lucía me miró con lágrimas en los ojos. —¿Mami, por qué siempre pelean?

Me arrodillé junto a ella y la abracé fuerte. —No es tu culpa, mi amor. Solo estamos cansados. Todo va a estar bien.

Pero ni yo misma creía esas palabras.

Esa noche no pude dormir. Me acosté junto a Andrés, pero sentí su espalda como una muralla infranqueable. Escuché su respiración pesada y pensé en todo lo que había callado durante años: la deuda que oculté cuando perdí mi trabajo hace tres años; el dinero que pedí prestado a mi hermana Verónica sin decirle nada a Andrés; las veces que fingí estar bien solo para no preocuparlos.

En la oscuridad, mi mente regresó a aquel día en que todo comenzó a desmoronarse. Fue una tarde calurosa de septiembre. Yo acababa de recibir la noticia de mi despido y no tuve el valor de decírselo a Andrés. Él estaba tan ilusionado con su nuevo puesto en la fábrica y yo no quise arruinarle ese momento. Pensé que pronto encontraría otro trabajo y todo volvería a la normalidad. Pero los días se convirtieron en semanas y las cuentas seguían llegando.

Verónica fue la única que supo la verdad. Me prestó dinero sin hacer preguntas, pero ahora ella también está en problemas y no puedo ayudarla. Siento que todo lo que toco se rompe.

A las tres de la mañana, me levanté y fui a la cocina. Me serví un vaso de agua y me quedé mirando por la ventana las luces lejanas de la ciudad. Pensé en mi madre, en cómo siempre decía que las mujeres deben ser fuertes por sus hijos, aunque el mundo se les caiga encima. Pero yo ya no podía más.

Al amanecer, Andrés salió sin despedirse. Lucía se fue a la escuela sin decir una palabra. El silencio era tan pesado que sentí ganas de gritar.

A media mañana, Verónica me llamó llorando. —Mariana, ya no puedo más. Los del banco vinieron otra vez. Me van a quitar la casa si no pago esta semana.

—Lo siento, Vero… No tengo cómo ayudarte ahora —le respondí con un nudo en la garganta.

—¿Ya le dijiste a Andrés?

—No… pero hoy lo haré. Ya no puedo seguir así.

Colgué y me senté en el suelo de la cocina, abrazando mis rodillas. Lloré como no lo hacía desde niña, hasta quedarme sin fuerzas.

Por la tarde, fui por Lucía a la escuela. Caminamos en silencio bajo el sol ardiente. Ella me miraba de reojo, como si temiera decir algo equivocado.

—Mami… ¿tú eres feliz? —me preguntó de pronto.

La pregunta me golpeó como una bofetada. No supe qué responderle.

Al llegar a casa, encontré a Andrés sentado en el comedor, con los papeles del banco sobre la mesa.

—¿Qué es esto? —preguntó sin mirarme.

Sentí que el mundo se detenía. Era el momento de decirlo todo o seguir huyendo.

Me senté frente a él y respiré hondo.

—Andrés… tengo que contarte algo que debí decirte hace mucho tiempo.

Él levantó la mirada y vi en sus ojos una mezcla de miedo y esperanza.

—Perdí mi trabajo hace tres años. No quise decírtelo porque pensé que podría solucionarlo sola… pero solo empeoré las cosas. Le pedí dinero a Verónica y ahora ella también está en problemas por mi culpa.

El silencio fue eterno. Andrés apretó los papeles entre las manos hasta arrugarlos.

—¿Por qué no confiaste en mí? ¿Por qué preferiste mentirme?

Las lágrimas corrían por mis mejillas sin control.

—Tenía miedo… miedo de decepcionarte, de que pensaras que soy una fracasada…

Andrés se levantó y caminó hacia la ventana. Se quedó allí mucho tiempo, mirando hacia afuera sin decir nada.

Lucía entró al comedor y nos miró a los dos con ojos asustados.

—¿Van a separarse?

Corrí hacia ella y la abracé fuerte.

—No lo sé, mi amor… pero pase lo que pase, siempre te vamos a querer.

Esa noche dormimos los tres juntos en la cama grande, como cuando Lucía era pequeña y tenía pesadillas. Nadie habló mucho, pero sentí que algo había cambiado entre nosotros: ya no había secretos, solo miedo e incertidumbre… pero también una pequeña chispa de esperanza.

Hoy escribo esto mientras escucho a Andrés preparar café en la cocina y Lucía dibuja en su cuaderno. No sé qué va a pasar mañana ni si podremos salvar nuestra familia o nuestra casa… pero al menos ya no estoy sola con mi secreto.

¿Vale más una verdad dolorosa que una mentira piadosa? ¿Cuántas familias viven atrapadas en silencios como el nuestro? ¿Y tú… te atreverías a contar tu verdad?