Me dejó en el noveno mes de embarazo y volvió tres años después pidiendo perdón

—¿Así que te vas? —le pregunté a Sergio, con la voz rota y el vientre enorme, mientras él recogía su chaqueta del perchero de la entrada. Era noviembre, llovía a cántaros en Madrid y yo apenas podía respirar del dolor.

Él no me miró. Se quedó quieto, con la mano en la puerta, como si le pesara el mundo. —No puedo, Lucía. No estoy preparado para esto. Lo siento.

Y se fue. Así, sin más. Ocho años juntos, y en el noveno mes de embarazo, cuando más le necesitaba, desapareció. Me quedé sola en aquel piso pequeño de Lavapiés, escuchando el eco de sus pasos alejándose por la escalera. Sentí que el aire se volvía más denso, que el corazón se me rompía en mil pedazos.

Mi madre llegó esa misma noche. Me encontró hecha un ovillo en el sofá, abrazando una almohada como si fuera lo único que me quedaba. —Hija, tienes que ser fuerte —me dijo mientras me acariciaba el pelo—. Por ti y por esa niña que está a punto de llegar.

No dormí nada esa noche. Pensaba en todas las veces que Sergio y yo habíamos soñado con tener una familia, en las promesas que nos hicimos cuando éramos estudiantes en la Complutense, en los paseos por El Retiro y las tardes de cañas con amigos. ¿Cómo podía haberse ido así? ¿Cómo podía dejarme sola cuando más le necesitaba?

El parto fue duro. Mi madre estuvo a mi lado todo el tiempo, apretándome la mano mientras gritaba de dolor y miedo. Cuando por fin escuché el llanto de mi hija, Martina, sentí una mezcla de alivio y tristeza tan intensa que me puse a llorar desconsoladamente. No estaba Sergio para ver sus ojos, para besar su frente, para decirme que todo iba a salir bien.

Los primeros meses fueron un infierno. Martina lloraba sin parar por las noches y yo apenas tenía fuerzas para levantarme. Mi madre me ayudaba como podía, pero yo sentía un vacío inmenso. Las amigas venían a verme, pero nadie podía llenar ese hueco. Cada vez que veía a un padre jugando con su hija en el parque sentía una punzada de rabia y envidia.

Pasaron los años. Conseguí un trabajo de media jornada en una librería del barrio y poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Martina crecía sana y feliz; era mi motor, mi razón para seguir adelante. Aprendí a no esperar nada de Sergio. No llamaba, no escribía, ni siquiera preguntó por su hija.

Hasta que una tarde de otoño, tres años después, llamaron al timbre. Abrí la puerta y ahí estaba él: Sergio, con el pelo más largo y la barba descuidada, los ojos llenos de lágrimas.

—Lucía… —susurró—. Por favor, déjame hablar contigo.

Me quedé paralizada. Sentí cómo la rabia me subía por dentro como un incendio. —¿Ahora? ¿Después de tres años? ¿Después de dejarme sola con tu hija?

Él bajó la cabeza. —No tengo excusas. Fui un cobarde. Me asusté… Me fui porque no sabía cómo enfrentarme a todo esto. Pero he cambiado. He estado en terapia… No he dejado de pensar en vosotras ni un solo día.

Martina apareció detrás de mí, agarrada a mi pierna. Tenía los mismos ojos que él. Sergio la miró como si viera un milagro.

—¿Quién es ese, mamá? —preguntó Martina con voz tímida.

No supe qué decirle. Sentí una mezcla de odio y compasión hacia Sergio. Quise gritarle todo lo que había sufrido, pero también vi el dolor en sus ojos.

—Soy… soy tu papá —dijo él con voz temblorosa.

Martina se escondió detrás de mí y yo la abracé fuerte.

Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Sergio insistía en ver a Martina; quería conocerla, estar presente en su vida. Mi madre me decía que tuviera cuidado, que no le dejara hacerme daño otra vez.

—Lucía —me decía ella mientras preparábamos la cena—, la gente no cambia tan fácilmente. Piensa en ti y en tu hija antes que en nadie.

Pero yo veía cómo Sergio se esforzaba: venía todos los sábados al parque, le traía cuentos y juguetes, intentaba recuperar el tiempo perdido. Martina al principio no quería saber nada de él, pero poco a poco empezó a confiarle sonrisas tímidas.

Una noche, después de acostar a Martina, Sergio y yo nos sentamos en la cocina con una taza de té entre las manos.

—Sé que no merezco tu perdón —me dijo—. Pero quiero intentarlo… Quiero ser parte de vuestra vida.

Le miré fijamente a los ojos. Recordé todas las noches solas, todos los miedos y las lágrimas… Pero también recordé lo mucho que le había amado alguna vez.

—No sé si puedo perdonarte —le dije—. No sé si alguna vez podré confiar en ti como antes… Pero Martina merece conocer a su padre.

Sergio asintió en silencio, con lágrimas cayéndole por las mejillas.

Hoy han pasado seis meses desde aquel reencuentro. Sergio sigue viniendo cada semana; ha conocido a mis padres y poco a poco está reconstruyendo una relación con Martina. Yo sigo teniendo miedo: miedo a volver a sufrir, miedo a equivocarme otra vez… Pero también siento esperanza.

A veces me pregunto si es posible perdonar lo imperdonable; si una familia puede recomponerse después de romperse en mil pedazos.

¿Vosotros qué haríais? ¿Le daríais otra oportunidad o cerraríais esa puerta para siempre?