Me dejó en el noveno mes de embarazo y volvió tres años después: ¿puede el corazón perdonar lo imperdonable?
—¿Cómo has podido? —grité, con la voz rota, mientras sentía que el peso de mi barriga me anclaba al suelo del salón. Álvaro no me miraba a los ojos. Tenía la maleta en la mano y la culpa pintada en la cara. —No estoy preparado, Lucía. No puedo ser padre ahora. Lo siento…
Aquella noche de marzo, a dos semanas de salir de cuentas, mi vida se partió en dos. El eco de la puerta al cerrarse fue el principio de mi soledad y el final de todo lo que creía seguro. Me quedé sola en nuestro piso de Vallecas, rodeada de los muebles que habíamos elegido juntos y del silencio más cruel que jamás he conocido.
Las primeras noches lloré tanto que pensé que el bebé nacería ahogado en mis lágrimas. Mi madre, Carmen, vino desde Toledo para ayudarme. —Hija, tienes que ser fuerte por tu niña —me repetía mientras me acariciaba el pelo en la cama. Pero yo solo podía pensar en Álvaro, en su cobardía, en cómo había huido justo cuando más le necesitaba.
El parto fue largo y doloroso. Cuando por fin tuve a Martina en brazos, sentí una mezcla de amor absoluto y miedo atroz. ¿Cómo iba a criarla sola? ¿Cómo iba a explicarle algún día que su padre nos abandonó antes siquiera de conocerla?
Los meses siguientes fueron una batalla diaria. Volví al trabajo en la gestoría a los cuatro meses, dejando a Martina con mi madre. Las noches eran un desfile de biberones, llantos y soledad. Mis amigas intentaban animarme: —Lucía, eres una valiente. No necesitas a nadie más —decía Laura, mi mejor amiga desde el instituto. Pero yo sí necesitaba a alguien. Necesitaba a Álvaro.
Durante tres años aprendí a vivir sin él. Aprendí a cambiar pañales con una mano y contestar correos con la otra. Aprendí a reírme con Martina en el parque, a celebrar sus primeros pasos y sus primeras palabras: “mamá” y “pan”. Aprendí a no esperar nada de nadie.
Hasta que una tarde de septiembre, mientras recogía a Martina del colegio, le vi al otro lado de la calle. Álvaro. Más delgado, con barba descuidada y los ojos hundidos. Se acercó despacio, como si temiera que fuera a desaparecer si daba un paso en falso.
—Lucía… —susurró—. Necesito hablar contigo.
Sentí que el corazón se me salía del pecho. Martina se escondió detrás de mí, sin reconocerle. Yo no sabía si gritarle o abrazarle.
—¿Qué haces aquí? —le espeté, fría como el mármol.
—He estado en terapia… He cambiado, Lucía. No he dejado de pensar en vosotras ni un solo día. Sé que no merezco tu perdón, pero… ¿puedo ver a mi hija?
Las palabras me golpearon como un puñetazo. ¿Ahora quería ser padre? ¿Después de tres años? ¿Después de dejarme sola en el peor momento de mi vida?
Esa noche no dormí. Miraba a Martina mientras dormía abrazada a su peluche favorito y pensaba en todo lo que habíamos pasado juntas: las fiebres, las risas, los cuentos antes de dormir… ¿Tenía derecho Álvaro a irrumpir en nuestra vida ahora? ¿Y si volvía a huir?
Al día siguiente fui a ver a mi madre.
—Mamá, ha vuelto —le dije, con la voz temblorosa.
Ella suspiró y me miró con esa mezcla de ternura y dureza que solo tienen las madres.
—Hija, nadie puede decidir por ti. Pero recuerda: quien abandona una vez puede hacerlo dos veces. Piensa primero en Martina.
Pasaron los días y Álvaro insistía en verme. Me mandaba mensajes: “Solo quiero conocerla”, “Déjame demostrarte que he cambiado”, “No te pido que me perdones, solo una oportunidad”.
Laura me animaba a darle una oportunidad: —Quizá ha madurado, Lucía. La gente cambia…
Pero yo tenía miedo. Miedo de volver a confiar y que nos destrozara otra vez.
Finalmente accedí a verle en una cafetería cerca del parque donde solíamos ir los domingos. Martina jugaba en la zona infantil mientras nosotros nos sentábamos frente a frente.
—No sé ni por dónde empezar —dijo Álvaro—. Me fui porque tenía miedo. Miedo de fracasar como padre, miedo de no estar a la altura… Pero he aprendido mucho estos años. He ido al psicólogo, he enfrentado mis fantasmas… Y ahora solo quiero ser parte de la vida de Martina.
Le miré fijamente.
—¿Y si te vuelve a dar miedo? ¿Y si vuelves a huir?
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No puedo prometerte nada más allá de intentarlo cada día. Pero no quiero perderos otra vez.
Martina se acercó corriendo con las mejillas sonrojadas.
—Mamá, ¿quién es este señor?
Me tembló el alma.
—Es… un amigo —dije al fin.
Álvaro sonrió tímidamente y le ofreció un zumo. Martina lo aceptó con desconfianza.
Durante semanas fuimos quedando poco a poco. Álvaro se esforzaba: venía puntual, jugaba con Martina, me ayudaba con las tareas del cole… Yo le observaba desde lejos, esperando ver alguna señal de su antigua cobardía.
Pero también veía cosas nuevas: paciencia, ternura, ganas de aprender a ser padre.
Una noche, después de acostar a Martina, me llamó por teléfono.
—Lucía… sé que no puedo borrar el pasado. Pero quiero construir algo nuevo contigo y con nuestra hija. ¿Me dejarás intentarlo?
Colgué sin responderle. Me tumbé en la cama y lloré como hacía años que no lloraba.
¿Puede el corazón perdonar lo imperdonable? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?
A veces me pregunto si es mejor vivir con el rencor o arriesgarse a volver a sufrir. ¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede volver a confiar después de una traición así?