Mentiras en la Plaza Mayor: El día que mi pueblo se rompió
—¡Samuel! ¡Samuel! —el grito de Lucía retumbó en la plaza como un trueno inesperado. Yo estaba en la panadería, el olor a pan recién hecho apenas podía tapar el sudor frío que me recorrió la espalda al escuchar su voz. Salí corriendo, dejando caer la barra de pan, y vi a Lucía, mi hermana, con las manos en la cabeza y los ojos desorbitados.
—¡No está! ¡No está! —repetía, mientras la gente empezaba a arremolinarse a su alrededor. Mi madre salió de la farmacia, mi padre dejó el bar y hasta don Ramón, el alcalde, cruzó la calle con el ceño fruncido.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, temblando.
—Estaba jugando aquí, conmigo… Me giré un segundo para contestar un mensaje y… —Lucía no podía terminar la frase. El pueblo entero se paralizó. Samuel, mi hijo de seis años, había desaparecido.
En menos de una hora, la plaza se llenó de vecinos armados con linternas y móviles. La Guardia Civil llegó con perros y chalecos reflectantes. Nadie recordaba una conmoción así desde que se quemó la iglesia vieja. Los grupos de WhatsApp echaban humo; las madres lloraban y los padres se ofrecían para buscar por el río o por el monte.
Mi marido, Antonio, llegó corriendo desde la fábrica. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Tranquila, lo encontraremos.
Pero yo solo podía mirar a Lucía. Había algo extraño en su mirada, un brillo nervioso que no le conocía. Cuando la Guardia Civil le preguntó detalles, tartamudeaba:
—Estábamos aquí… luego fui a mirar el móvil… solo un momento…
El pueblo entero se volcó en la búsqueda. Pasaron horas. El sol se puso y las linternas dibujaban sombras largas entre los olivos. Yo sentía que me ahogaba. Mi madre rezaba en voz baja; mi padre gritaba órdenes como si aún fuera sargento.
A medianoche, don Ramón reunió a todos en la plaza:
—No podemos rendirnos. Mañana seguiremos buscando al niño.
Pero entonces, justo cuando el silencio era más denso, sonó el teléfono de Antonio. Era Samuel.
—Papá… estoy en casa de Pablo —dijo su vocecita asustada.
Corrimos hasta allí. Pablo era su mejor amigo; su madre nos abrió la puerta con cara de susto.
—No sabíamos nada… Los niños estaban jugando arriba y no oímos el móvil —se disculpó.
Samuel saltó a mis brazos llorando. Yo también lloré. Todos lloramos. Pero algo no cuadraba. ¿Cómo había llegado allí sin que nadie lo viera? ¿Por qué Lucía no lo había visto salir?
La Guardia Civil interrogó a Samuel. Él solo recordaba que Lucía estaba muy ocupada con el móvil y que Pablo le dijo que fueran a su casa a ver una película. Nadie les vio cruzar la plaza.
Al día siguiente, el pueblo era un hervidero de rumores. En el bar de mi padre se hablaba de negligencia, de móviles y niñeras irresponsables. Mi madre defendía a Lucía a capa y espada:
—Es buena chica, solo fue un despiste.
Pero yo no podía dejar de pensar en esa mirada nerviosa de Lucía. Esa noche la enfrenté en la cocina:
—Lucía, dime la verdad. ¿Qué pasó realmente?
Ella rompió a llorar.
—Me llamó Marcos… Quería hablar conmigo… Me fui detrás del quiosco para tener privacidad… Solo fueron cinco minutos… Cuando volví, Samuel ya no estaba.
Me quedé helada. No era solo un despiste; había mentido a todos. El pueblo entero había buscado a mi hijo mientras ella hablaba con su novio a escondidas.
La noticia corrió como la pólvora. La gente dejó de saludarla por la calle; algunos padres prohibieron a sus hijos jugar con Samuel. Mi familia se dividió: mi madre defendía a Lucía; mi padre decía que nunca más volvería a confiarle nada importante.
Antonio intentó calmarme:
—Todos cometemos errores… Pero esto ha ido demasiado lejos.
Yo no sabía qué pensar. Quería perdonarla, pero sentía rabia y vergüenza. El pueblo ya no era el mismo; las miradas eran frías, los saludos forzados.
Un día, Lucía vino a despedirse:
—Me voy a Madrid con Marcos… Aquí ya no puedo estar.
La abracé fuerte, llorando las dos como cuando éramos niñas y compartíamos secretos bajo las sábanas.
Ahora Samuel duerme tranquilo, pero yo sigo despertando por las noches pensando en todo lo que pudo haber pasado. El pueblo sigue roto; las heridas tardan en cerrar.
¿Hasta dónde puede llegar una mentira? ¿Cuánto daño puede hacer un simple error? ¿Y cómo se reconstruye la confianza cuando todo se ha venido abajo?