Mi abuelo se casó con la vecina y ahora ya no existimos para él

—¿Por qué no vienes a la comida del domingo, abuelo? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía el teléfono con ambas manos, como si así pudiera evitar que la distancia entre nosotros creciera aún más.

Silencio. Solo el eco de su respiración y, de fondo, la risa aguda de Carmen, la vecina de toda la vida, ahora su esposa. Mi abuelo, Tomás, siempre había sido el pilar de nuestra familia. Tras la muerte de mi abuela Mercedes, pensé que el dolor nos uniría más. Pero no fue así.

—No puedo, Lucía. Carmen y yo tenemos otros planes —respondió finalmente, con una frialdad que me atravesó el pecho.

Colgué sin decir adiós. Me quedé mirando la foto familiar en el salón: todos juntos en la playa de Sanlúcar, mi abuela con su sombrero de paja, mi abuelo abrazándola por detrás. ¿Cómo podía haber cambiado todo tan rápido?

La noticia de su boda llegó como una bofetada. Apenas habían pasado ocho meses desde el funeral de mi abuela. Nadie en la familia lo entendía. Mi madre, Pilar, lloraba cada noche en silencio, creyendo que no la escuchaba desde mi habitación. Mi tío Andrés dejó de venir a las reuniones familiares; decía que no soportaba ver cómo mi abuelo había traicionado la memoria de su madre.

Una tarde de otoño, decidí enfrentarme a él. Crucé el patio del bloque donde vivíamos todos desde siempre en Sevilla. Llamé a su puerta; Carmen abrió con una sonrisa forzada.

—Hola, Lucía. ¿Vienes a ver a tu abuelo? Está en el salón viendo el telediario —dijo, apartándose para dejarme pasar.

El olor a colonia barata y a lentejas recién hechas me golpeó al entrar. Allí estaba él, sentado en el sillón que antes ocupaba mi abuela.

—Abuelo, ¿puedo hablar contigo? —pregunté, intentando mantener la compostura.

Me miró con cansancio. —Claro, dime.

—¿Por qué ya no vienes a casa? ¿Por qué nos has dejado de lado? Mamá está destrozada. Yo… yo te echo de menos.

Carmen apareció tras él, posando una mano en su hombro. —Tomás necesita tranquilidad ahora. No le hagáis sentir culpable por ser feliz —intervino ella, con voz suave pero firme.

Sentí rabia. ¿Feliz? ¿A costa de qué? ¿De borrar a su propia familia?

—No es eso —dijo mi abuelo, apartando la mano de Carmen—. Solo quiero empezar de nuevo. Ya he sufrido bastante.

Salí corriendo antes de que vieran mis lágrimas. Bajé las escaleras a trompicones y me senté en el portal, temblando. Recordé los veranos en el pueblo de Huelva, cuando mi abuelo me enseñaba a montar en bicicleta y me contaba historias de cuando era niño durante la posguerra. ¿Dónde había quedado ese hombre?

Las semanas pasaron y la distancia se hizo abismo. En Navidad, ni siquiera respondió a nuestra invitación para cenar juntos. Mi madre dejó un plato vacío en la mesa, como si aún esperara que él apareciera por la puerta.

—No entiendo cómo puede olvidarnos así —susurró ella mientras recogíamos los restos de turrón.

Intenté buscar respuestas en Carmen. Un día la vi en el mercado y me armé de valor para acercarme.

—¿Por qué nos odias tanto? —le solté sin pensar.

Ella se quedó helada unos segundos antes de responder:

—No os odio, Lucía. Pero tu abuelo estaba solo y yo también. Nos hemos hecho compañía. No es culpa mía que él quiera pasar página.

Me marché sin mirar atrás. Pero sus palabras me persiguieron durante días. ¿Era egoísmo querer recuperar al abuelo que conocía? ¿O era él quien había cambiado para siempre?

El barrio empezó a murmurar. En la panadería, las vecinas cuchicheaban sobre lo rápido que Tomás había rehecho su vida. Algunos decían que Carmen siempre había estado enamorada de él; otros aseguraban que solo buscaba no quedarse sola en su vejez.

Una tarde encontré a mi primo Sergio sentado en un banco del parque, cabizbajo.

—¿Tú crees que volverá algún día? —me preguntó sin mirarme.

No supe qué responderle. La familia parecía desmoronarse poco a poco: las comidas familiares se volvieron silenciosas, las risas escaseaban y hasta los cumpleaños pasaban desapercibidos.

Un día recibí una carta manuscrita de mi abuelo. Decía:

«Querida Lucía,
Sé que estáis dolidos conmigo y lo entiendo. Pero necesito vivir lo que me queda sin remordimientos ni ataduras al pasado. No os olvido, pero tampoco puedo ser quien era antes. Espero que algún día podáis perdonarme.
Con cariño,
Tomás»

Lloré al leerla. Por primera vez entendí que quizás el dolor no era solo nuestro; tal vez él también sufría por dentro, aunque no lo mostrara.

Hoy sigo buscando respuestas entre los recuerdos y las cartas guardadas en un cajón. A veces pienso en llamarlo y otras veces siento rabia por todo lo perdido. Pero sigo esperando una señal, una palabra suya que me devuelva algo del abuelo que fui perdiendo poco a poco.

¿Es posible reconstruir una familia rota por decisiones inesperadas? ¿O hay heridas que nunca llegan a cerrarse del todo?