Mi madre eligió a su nuevo marido antes que a sus nietos: el día que todo cambió en casa
—¿Cómo que te vas a casar, mamá? —le pregunté, la voz temblorosa, mientras mi hija Lucía, de seis años, jugaba en el salón ajena a la tormenta que se desataba en la cocina.
Mi madre, Carmen, se quedó callada unos segundos, mirando por la ventana como si buscara una respuesta entre los tejados de Madrid. Finalmente, suspiró y me miró con una mezcla de culpa y determinación.
—Sí, Marta. Me caso con Antonio. Lo he decidido. Quiero ser feliz, hija.
Feliz. Esa palabra retumbó en mi cabeza como una bofetada. ¿Acaso no éramos nosotras, sus hijas y sus nietos, su felicidad? ¿No era suficiente con las tardes de parque, los domingos de cocido, las risas en la mesa camilla? Sentí una rabia sorda mezclada con una tristeza que me apretaba el pecho.
—¿Y nosotros? ¿Y tus nietos? —insistí, casi suplicando, como si pudiera convencerla de que diera marcha atrás.
Ella bajó la mirada y se encogió de hombros.
—Marta, llevo veinte años sola. Ya he hecho bastante por vosotras. Ahora me toca a mí.
No supe qué decir. Me quedé allí, de pie, con las manos aferradas a la encimera, mientras mi madre recogía su bolso y salía de casa. El portazo fue suave, pero en mi interior sonó como el final de una era.
Esa noche no pude dormir. Mi marido, Álvaro, intentó tranquilizarme.
—Tu madre tiene derecho a rehacer su vida —me dijo, acariciándome el pelo—. No puedes cargarla siempre con la responsabilidad de la familia.
Pero yo no podía evitar sentirme traicionada. Mi madre siempre había sido el pilar de la familia. Cuando mi padre nos dejó, fue ella quien sacó adelante a mis hermanas y a mí, trabajando de cajera en el supermercado del barrio, renunciando a todo por nosotras. ¿Y ahora, cuando por fin podía disfrutar de sus nietos, decidía marcharse con un hombre al que apenas conocíamos?
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mis hermanas, Laura y Silvia, tampoco lo entendían. Silvia, la menor, fue la más dura:
—¿Pero qué le ha dado ese Antonio? ¿No ve que solo quiere aprovecharse de ella? —decía, furiosa, mientras Laura intentaba mediar.
—Quizá mamá solo quiere compañía. No podemos juzgarla tan rápido —decía Laura, aunque en sus ojos se adivinaba la misma preocupación que sentíamos todas.
La noticia se extendió por la familia como un reguero de pólvora. Mi tía Mercedes, siempre tan directa, llamó para decirme:
—Vuestra madre está perdiendo la cabeza. ¿Casarse a los sesenta y ocho? Eso no es normal.
Pero lo peor fue ver la reacción de mis hijos. Lucía preguntó una tarde:
—¿Por qué la abuela ya no viene a buscarme al cole?
No supe qué responder. ¿Cómo explicarle a una niña que su abuela había decidido empezar una nueva vida, lejos de nosotras?
El día de la boda llegó demasiado rápido. Fue una ceremonia pequeña, en el juzgado de la calle Pradillo. Mi madre iba vestida de azul claro, con una sonrisa nerviosa. Antonio, un hombre alto y callado, apenas nos dirigió la palabra. Nosotras, las hijas, asistimos por compromiso, con el corazón encogido y la sensación de estar en un funeral más que en una boda.
Después del enlace, mi madre se mudó con Antonio a un piso en Alcalá de Henares. Las visitas se volvieron esporádicas. Ya no venía los domingos. Ya no llamaba cada noche para preguntar cómo estaban los niños. Cuando la llamaba yo, siempre tenía prisa o estaba ocupada.
Un día, Lucía cumplió siete años. Le pedí a mi madre que viniera a la fiesta. Me dijo que no podía, que Antonio no se encontraba bien. Lucía se pasó la tarde mirando la puerta, esperando a su abuela. Cuando entendió que no vendría, rompió a llorar. Yo también lloré, pero en silencio, en la cocina, para que nadie me viera.
Las Navidades fueron aún peores. Mi madre decidió pasarlas con la familia de Antonio. Nosotras, por primera vez, celebramos la Nochebuena sin ella. La mesa parecía más fría, más vacía. Mi hermana Silvia no pudo evitarlo y le mandó un mensaje:
—¿De verdad prefieres estar con unos desconocidos antes que con tus hijas y tus nietos?
Mi madre no respondió.
Con el tiempo, la distancia se hizo rutina. Mis hijos dejaron de preguntar por su abuela. Yo aprendí a no esperar su llamada. Pero el dolor seguía ahí, como una herida mal cerrada.
Un día, recibí una llamada del hospital. Mi madre había tenido una caída. Fui corriendo a verla. Cuando llegué, Antonio estaba allí, pero se marchó en cuanto me vio. Me senté junto a la cama de mi madre. Ella me miró, cansada, y me cogió la mano.
—Lo siento, Marta —susurró—. No quería haceros daño.
—¿Por qué, mamá? —le pregunté, con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué nos dejaste de lado?
Ella suspiró.
—A veces, una se cansa de ser siempre la fuerte. Quería sentirme querida, aunque fuera tarde.
No supe qué decirle. Solo la abracé, sintiendo que, aunque el tiempo no se puede desandar, quizá aún quedaba algo por salvar.
Hoy, meses después, sigo preguntándome si hice bien en juzgarla tan duramente. ¿Es egoísta buscar la felicidad propia cuando los demás esperan que sigas siendo el pilar de todos? ¿Hasta dónde llega el deber de una madre o una abuela? ¿Y cuándo empieza el derecho a pensar en una misma?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Perdonaríais o seguiríais sintiendo ese vacío? ¿Es posible reconstruir una familia después de algo así?