Mi madre se niega a cuidar de mis hijos: el precio de la independencia
—¿Otra vez llegas tarde, Carmen? —la voz de mi madre retumba en el pasillo, fría como el mármol de la entrada. Son las ocho y media de la mañana y ya voy con el corazón en un puño. Los niños, aún medio dormidos, se agarran a mis piernas mientras intento convencerla una vez más—. Mamá, solo te pido que los cuides hasta que salga del trabajo. No tengo a nadie más.
Ella me mira con esa mezcla de cansancio y reproche que solo las madres españolas saben poner. —No es mi responsabilidad, Carmen. Yo ya crié a mis hijos. Ahora me toca vivir tranquila.
Me quedo sin palabras. ¿Cómo puede decirme eso? ¿No ve que estoy al borde del abismo? Desde que Juan murió en aquel accidente absurdo en la carretera de Toledo, mi vida se ha convertido en una sucesión de carreras, lágrimas y noches en vela. Mi hermano Luis me ayudó los primeros meses, pero tiene dos niñas pequeñas y un trabajo en la construcción que le deja hecho polvo. No puedo pedirle más.
Vivo en un piso modesto en Vallecas, uno de esos bloques donde las paredes parecen de papel y los vecinos conocen tus miserias antes que tú misma. El alquiler sube cada año y la pensión de viudedad apenas da para cubrir la luz y el agua. Encontré trabajo limpiando oficinas por las noches y, por las mañanas, ayudo en una panadería. Pero los horarios son imposibles y los niños necesitan a alguien.
—Mamá, por favor —insisto, sintiendo cómo se me quiebra la voz—. No te pido dinero, solo unas horas…
Ella suspira, se cruza de brazos y mira hacia la ventana. —No puedo, Carmen. Me duele la espalda y tengo derecho a descansar. Además, no quiero meterme en tus problemas.
Salgo de su casa con los ojos llenos de lágrimas y los niños preguntando por qué la abuela no quiere jugar con ellos. ¿Cómo explicarles que a veces la familia no es ese refugio cálido que nos prometieron?
En el trabajo nadie sabe nada. Me esfuerzo por sonreír mientras limpio los baños o sirvo cafés, pero por dentro siento que me estoy rompiendo. Un día, mientras barro las migas del suelo de la panadería, escucho a dos clientas hablar sobre lo difícil que es criar hijos hoy en día.
—Pues yo tengo suerte con mi madre —dice una—. Me los recoge del cole todos los días.
Me muerdo el labio para no llorar. ¿Por qué yo no? ¿Por qué mi madre no puede ser como las demás?
Una tarde, después del trabajo, recojo a los niños del comedor escolar. La directora me llama aparte.
—Carmen, tu hijo pequeño está muy irritable últimamente. Dice que echa de menos a su padre… y a ti.
Me siento tan culpable que apenas puedo responderle. ¿Qué clase de madre soy si ni siquiera puedo estar con ellos?
Esa noche llamo a Luis. —No puedo más —le confieso entre sollozos—. Mamá no quiere ayudarme y yo… estoy agotada.
Él suspira al otro lado del teléfono. —Ya sabes cómo es mamá desde que papá murió. Se ha cerrado en banda con todo el mundo.
—Pero yo soy su hija —digo casi gritando—. ¡Sus nietos la necesitan!
Luis guarda silencio unos segundos antes de responder: —Quizá deberías buscar ayuda fuera de la familia.
Pero ¿cómo? Las guarderías cuestan más de lo que gano en una semana y las ayudas sociales son un laberinto interminable de papeles y esperas.
Empiezo a dejar a los niños con una vecina, Rosario, una mujer mayor que vive sola y acepta cuidarlos por unas monedas. Pero no es lo mismo. Los niños preguntan por su abuela cada día.
Un domingo decido enfrentarme a mi madre cara a cara. Voy sola, sin los niños.
—¿Por qué no quieres ayudarnos? —le pregunto directamente—. ¿He hecho algo para merecer esto?
Ella me mira largo rato antes de responder:
—No entiendes lo cansada que estoy, Carmen. Toda mi vida he trabajado para sacaros adelante. Ahora quiero pensar en mí.
—¿Y yo? —le respondo con rabia contenida—. ¿No merezco también un respiro? ¿No somos familia?
Se encoge de hombros y me siento invisible, como si mis problemas fueran demasiado pequeños para importarle.
Los días pasan y cada vez me siento más sola. Los niños empiezan a tener problemas en el colegio; el mayor se pelea con sus compañeros y la pequeña llora por las noches diciendo que quiere volver a ver a papá.
Una tarde, al salir del trabajo, me encuentro con Rosario sentada en el portal con los niños dormidos sobre sus rodillas.
—Tienes unos hijos preciosos —me dice—. No dejes que el dolor te haga perderlos.
Sus palabras me golpean como un mazazo. ¿Estoy tan atrapada en mi propio sufrimiento que no veo lo que tengo delante?
Esa noche decido cambiar algo. Empiezo a buscar ayuda psicológica gratuita en el centro de salud del barrio y pido cita con una asistente social para ver si puedo acceder a alguna ayuda extra.
Poco a poco, aprendo a pedir ayuda fuera del círculo familiar. Conozco a otras madres solteras en el parque; compartimos meriendas y nos turnamos para cuidar a los niños cuando alguna tiene turno extra.
Pero la herida con mi madre sigue abierta. A veces la veo por la calle y siento una mezcla de rabia y tristeza imposible de explicar.
Hoy, mientras escribo esto sentada en la cocina con mis hijos jugando al fondo, me pregunto: ¿Por qué algunas madres pueden darlo todo por sus hijos… y otras deciden apartarse justo cuando más las necesitas? ¿Es egoísmo o simplemente cansancio? ¿Vosotros qué pensáis?