Mientras la luz resista: la historia de Valentina

—¿Por qué no contestás, Valentina? —la voz de mi hija Lucía retumbó desde el otro lado de la puerta, mientras yo, sentada en la penumbra del comedor, apretaba el rosario entre los dedos. El olor a repollo hervido y a cable quemado se colaba por las rendijas, mezclándose con el perfume rancio de los recuerdos.

No respondí enseguida. ¿Para qué? Sabía que Lucía venía con prisa, con ese gesto de fastidio que le marcaba la frente desde que era adolescente. Ahora, a sus cuarenta y tantos, seguía igual: siempre apurada, siempre con algo más importante que su madre.

—Ya voy, hija —alcancé a decir, arrastrando los pies hasta la puerta. La abrí y la vi ahí, con su bolso colgando del hombro y el celular pegado a la oreja.

—Mamá, tenés que dejar de encerrarte así. Mirá cómo está este departamento, parece un museo —dijo mientras entraba sin mirarme a los ojos. Yo solo asentí, acostumbrada a sus reproches.

El edificio donde vivo en el barrio de Balvanera tiene más años que yo. Las paredes están manchadas por la humedad y los vecinos se han ido marchando poco a poco. Antes, cuando mis hijos eran chicos, esto era un bullicio: risas, peleas, el ruido de las ollas golpeando en la cocina. Ahora solo queda el eco y ese olor persistente que me recuerda que el tiempo no perdona.

Lucía dejó una bolsa sobre la mesa.

—Te traje unas cosas del súper. No quiero que salgas sola, mamá. Está peligroso —me dijo sin mirarme.

—No soy una nena, Lucía —le respondí con un hilo de voz.

Ella suspiró y se sentó frente a mí. Por un momento, creí ver en sus ojos el brillo de la niña que fue, pero enseguida volvió la dureza.

—¿Y Franco? ¿Te llamó? —pregunté, refiriéndome a mi hijo menor.

—Está ocupado, mamá. Tiene mucho trabajo en Córdoba. No puede estar pendiente de vos todo el tiempo —me contestó casi sin pensarlo.

Sentí una punzada en el pecho. Franco siempre fue mi niño mimado, el que me hacía reír cuando todo parecía gris. Ahora apenas llama una vez al mes y siempre tiene prisa.

La tarde cayó sobre el departamento como una manta pesada. Lucía se fue después de dejarme instrucciones sobre las pastillas y prometer que volvería el domingo. Me quedé sola otra vez, escuchando el zumbido del viejo ventilador y el murmullo lejano de la televisión del vecino.

A veces me pregunto en qué momento la vida se volvió esto: una sucesión de días iguales, marcados por la espera y la nostalgia. Recuerdo cuando mi esposo, Ernesto, aún vivía. Era un hombre duro pero justo; juntos criamos a nuestros hijos con lo poco que teníamos. Él murió hace diez años y desde entonces el departamento se siente más grande y más frío.

Esa noche, mientras preparaba un té con pan duro, escuché un golpe en la puerta. Era Doña Marta, la vecina del 3B.

—Valentina, ¿tenés un poco de azúcar? Se me acabó y no quiero bajar ahora —me pidió con esa voz temblorosa que ya es parte del edificio.

Le invité a pasar y nos sentamos a conversar. Hablamos de todo: de los hijos que no llaman, de los precios que suben cada día, de los recuerdos que pesan más que las bolsas del mercado.

—¿Sabés qué me dijo mi nieta? Que por qué no vendo todo y me voy a vivir con ellos a Pilar —me contó Marta.

—¿Y vos qué le dijiste?

—Que esta es mi casa. Que mientras tenga fuerzas para encender una lámpara y calentar un plato de sopa, no me voy a ningún lado —respondió con una sonrisa triste.

Nos reímos juntas, pero en el fondo sabíamos que ambas temíamos lo mismo: ser una carga para nuestros hijos, perder lo poco que nos queda de independencia.

Esa noche dormí mal. Soñé con mi infancia en Corrientes, con mi madre cantando mientras cocinaba chipá en el horno de barro. Me desperté sudando y con el corazón apretado por la nostalgia.

Los días pasaron lentos. El ascensor dejó de funcionar otra vez y tuve que bajar las escaleras para sacar la basura. En el camino me crucé con Don Ricardo, el portero.

—Valentina, ¿cómo anda? —me preguntó mientras barría la entrada.

—Sobreviviendo, Ricardo. Como todos —le respondí.

Él sonrió y me ofreció ayudarme con las bolsas. Le agradecí y subí despacio, sintiendo cómo las rodillas me protestaban en cada escalón.

Una tarde recibí una llamada inesperada. Era Franco.

—Mamá… ¿cómo estás? —su voz sonaba lejana, pero cálida.

—Acá estoy, hijo. Esperando noticias tuyas —le dije conteniendo las lágrimas.

—Perdoname por no llamar antes… El trabajo me tiene loco. Pero te extraño mucho —me confesó.

Hablamos largo rato. Me contó de su vida en Córdoba, de sus hijos que ya casi no veo. Me prometió venir a visitarme pronto. Colgué el teléfono con el corazón un poco menos pesado.

Esa noche encendí todas las lámparas del departamento. Me senté junto a la ventana y miré las luces de la ciudad titilando como luciérnagas lejanas. Pensé en todo lo que había perdido: a Ernesto, a mis hijos cerca, la vitalidad de mi juventud… Pero también pensé en lo que aún tenía: recuerdos vivos, amigas como Marta, pequeños momentos de alegría entre tanta rutina.

Un día cualquiera Lucía llegó más temprano de lo habitual. Entró sin saludar y fue directo al grano:

—Mamá, tenemos que hablar —dijo seria—. No podés seguir sola acá. Ya no es seguro para vos…

Sentí cómo se me helaba la sangre.

—¿Querés mandarme a un geriátrico? —le pregunté sin rodeos.

Ella bajó la mirada.

—No es eso… Es solo que… tengo miedo de que te pase algo —balbuceó—. Yo trabajo todo el día y Franco está lejos…

Me levanté despacio y le tomé las manos.

—Lucía… Esta es mi casa. Acá viví toda mi vida. Acá creciste vos… No quiero irme todavía —le dije con voz firme aunque por dentro temblaba.

Ella lloró por primera vez en años. Nos abrazamos largo rato y sentí que por fin entendía mi miedo: no es solo perder un lugar físico; es perder lo último que me conecta con quienes fui y con quienes amé.

Esa noche Marta vino a visitarme otra vez. Compartimos mate y risas tristes bajo la luz amarilla del comedor.

—Mientras haya una lámpara encendida —me dijo Marta— nada está perdido del todo.

Y así sigo yo: resistiendo cada día entre recuerdos y rutinas, aferrada a esa luz tenue que me dice que aún pertenezco aquí.

A veces me pregunto: ¿cuándo es momento de soltar? ¿Cuándo deja uno de ser dueño de su propia historia? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?