Nada Después del Divorcio: La Historia de Lucía y el Precio de la Confianza
—¿Así que esto es todo lo que te importa? —le grité a Fernando mientras cerraba la puerta del despacho con un portazo que retumbó por toda la casa.
Él ni siquiera levantó la vista de los papeles. Su silencio era más cruel que cualquier palabra. Yo temblaba, no sabía si de rabia o de miedo. Era una tarde de enero en Madrid, el cielo plomizo y el frío calando los huesos. Pero dentro de casa, el ambiente era aún más gélido.
Habíamos pasado diecisiete años juntos. Compartimos risas en la terraza de Lavapiés, veranos en la playa de Cádiz con los niños, noches de insomnio por las facturas y las enfermedades. Pero ahora, todo eso parecía una mentira. Me sentía una extraña en mi propia vida.
La abogada me lo había advertido: “Lucía, revisa bien los papeles. No firmes nada sin leerlo.” Pero yo confiaba en Fernando. Siempre fue él quien se encargó de las cuentas, del coche, de la hipoteca. Yo trabajaba en la biblioteca municipal y me ocupaba de los niños, de la compra, de la casa. Pensé que el amor era suficiente para protegerme.
—¿De verdad vas a dejarme así? —pregunté, mi voz quebrada.
Fernando suspiró, como si le molestara mi presencia.
—Lucía, las cosas son como son. Tú sabías desde el principio que el piso estaba a nombre de mis padres. El coche lo compré yo antes de casarnos. No es culpa mía si no te preocupaste por estos detalles.
Sentí un nudo en el estómago. Recordé todas esas conversaciones ambiguas sobre “poner las cosas a nombre de la familia para evitar problemas”. Yo nunca entendí del todo, pero confié en él. Ahora veía que cada palabra tenía doble filo.
Esa noche no dormí. Escuchaba el tic-tac del reloj y pensaba en mis hijos, en cómo les explicaría que mamá tendría que irse a un piso pequeño, lejos del colegio y de sus amigos. Pensaba en mi madre, que siempre me decía: “No dependas nunca de nadie, hija.” Y yo no le hice caso.
Al día siguiente, fui a ver a mi amiga Carmen al bar donde trabaja. Ella me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Tía, no eres la primera ni serás la última. Pero no te quedes callada. Lucha.
Pero ¿cómo se lucha cuando te han quitado hasta las fuerzas?
Empecé a buscar piso. Todo era carísimo o estaba en barrios donde no me atrevía a caminar sola por la noche. Lloré en el portal de una inmobiliaria cuando me dijeron que necesitaba tres meses de fianza y nómina fija. Mi contrato era temporal y apenas llegaba a fin de mes.
Fernando seguía en casa como si nada. Los niños iban y venían entre nosotros, confundidos y tristes. Mi hija mayor, Marta, me preguntó una noche:
—Mamá, ¿por qué papá dice que tú no tienes derecho a nada?
No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle a una adolescente que su madre fue ingenua? ¿Que el amor no siempre es justo?
Las semanas pasaron entre abogados, papeles y discusiones interminables. Fernando se mostraba frío y calculador; yo apenas reconocía al hombre con el que me casé en la iglesia de San Lorenzo.
Un día, mientras recogía mis cosas del armario, encontré una carta vieja que Fernando me escribió cuando éramos novios:
“Prometo cuidarte siempre, pase lo que pase.”
Me eché a llorar como una niña. ¿Dónde quedó esa promesa?
El día que firmamos el divorcio fue gris y lluvioso. Salí del juzgado con una bolsa de ropa y un sobre con unos pocos ahorros. Ni piso ni coche ni muebles. Solo recuerdos y cicatrices.
Mi madre me recibió en su casa del barrio de Chamberí con los brazos abiertos. Dormí en mi antigua habitación, rodeada de pósters viejos y peluches olvidados. Me sentí fracasada.
Pero poco a poco empecé a reconstruirme. Conseguí un trabajo extra dando clases particulares a niños del barrio. Carmen me animó a salir los viernes por la noche para despejarme. Marta y Pablo venían a verme los fines de semana; cocinábamos juntos y veíamos películas antiguas.
Un día, mientras paseaba por el Retiro sola, vi a una mujer sentada en un banco llorando. Me acerqué y le ofrecí un pañuelo. Me contó entre sollozos que su marido la había dejado sin nada tras veinte años juntos.
—No sé qué hacer —me dijo.
La miré a los ojos y le respondí:
—Sobrevivirás. Y algún día volverás a sonreír.
Ahora sé que no estoy sola. Somos muchas las mujeres que hemos confiado ciegamente y nos hemos quedado sin nada. Pero también somos fuertes. Aprendemos a empezar de cero aunque duela.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto ver las señales? ¿Por qué confundimos amor con confianza ciega? ¿Cuántas más tendrán que pasar por esto para que aprendamos a protegernos?
¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que te han dejado sin nada? ¿Qué harías tú si tuvieras que empezar de nuevo?