No abras la puerta a los secretos
—¿Por qué siempre mirás por la ventana, mamá? —La voz de Lucía me sacudió como un trueno en medio de la tormenta. Afuera, Don Ernesto, el portero del edificio, arrastraba con su escoba las hojas mojadas que el viento de octubre había dejado caer. El cielo de Buenos Aires estaba tan gris como mi ánimo, y la humedad se colaba por las rendijas del departamento, igual que los recuerdos que yo intentaba mantener a raya.
Me giré despacio. Lucía, mi hija, ya no era una nena. A sus treinta y ocho años, tenía esa mezcla de cansancio y ternura en la mirada que sólo da la vida cuando te golpea más de una vez. Sostenía dos tazas de té caliente y me ofrecía una, como si ese gesto pudiera derretir el hielo que se había instalado entre nosotras desde hacía años.
—¿Querés azúcar? —me preguntó, forzando una sonrisa.
Negué con la cabeza y acepté la taza. El vapor me empañó los anteojos y aproveché para secarme una lágrima traicionera. No quería que Lucía me viera llorar otra vez. Había aprendido a guardar mis dolores en silencio, como me enseñó mi madre, y su madre antes que ella.
—¿Sabés qué día es hoy? —me preguntó de repente, sentándose a mi lado en el sillón gastado del living.
—Claro que sé —respondí, aunque en realidad lo había intentado olvidar. Era el aniversario de la muerte de mi padre, un hombre del que nunca se hablaba en esta casa. Un hombre que, según mi madre, había desaparecido una noche de tormenta, igual que la de hoy, y nunca volvió.
Lucía me miró fijo, como si pudiera leerme el alma.
—Mamá, ya no somos chicas. Yo también tengo derecho a saber la verdad. ¿Por qué nunca hablamos del abuelo? ¿Por qué siempre evitás ese tema?
Sentí que el corazón se me apretaba en el pecho. Había pasado toda mi vida evitando esa conversación, temiendo que la verdad fuera más dolorosa que la mentira. Pero Lucía tenía razón. Ya no éramos chicas. Y yo estaba cansada de cargar con ese secreto sola.
—No es fácil, hija —susurré, bajando la mirada—. Hay cosas que es mejor dejar en el pasado.
—¿Y si ese pasado no nos deja vivir en paz? —insistió ella, con una mezcla de rabia y súplica en la voz.
El silencio se hizo pesado. Afuera, la lluvia golpeaba los vidrios con furia. Me vi a mí misma, de niña, escondida bajo la mesa de la cocina mientras mis padres discutían a gritos. Mi madre llorando, mi padre saliendo de casa con la valija en la mano y una promesa que nunca cumplió: «Vuelvo en un rato».
—Tu abuelo no desapareció —dije al fin, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Se fue porque no soportaba lo que pasaba en esta casa. Y yo… yo nunca lo perdoné por eso.
Lucía se quedó muda. Sus ojos se llenaron de lágrimas y por un momento pensé que iba a abrazarme. Pero sólo se quedó ahí, mirándome como si acabara de descubrir que su madre era una extraña.
—¿Qué era lo que pasaba? —preguntó al fin, casi en un susurro.
Me temblaban las manos. No sabía si tenía fuerzas para contarle todo. Pero algo en su mirada me dio valor.
—Mi madre… tu abuela… era una mujer dura. Muy dura. Creía que los problemas se resolvían a golpes y gritos. Mi padre intentó protegerme, pero al final se cansó. Una noche discutieron tan fuerte que pensé que se iban a matar. Y él se fue. Nunca más volvió.
Lucía apretó la taza entre las manos, como si temiera que se le fuera a caer.
—¿Y vos? ¿Qué hiciste?
—Sobreviví —respondí, con un hilo de voz—. Aprendí a callar, a no molestar, a ser invisible. Por eso me cuesta tanto hablar de estas cosas. Por eso… por eso a veces siento que no sé ser madre.
El silencio volvió a instalarse entre nosotras, pero esta vez era diferente. Más liviano, menos asfixiante.
—Mamá —dijo Lucía, y por fin me abrazó—. No sos la única que tiene miedo. Yo también cargo con cosas que no sé cómo decirte.
Me separé un poco para mirarla a los ojos.
—¿Qué cosas?
Lucía dudó un instante, pero luego respiró hondo y habló:
—Estoy pensando en irme del país. Conseguí una oportunidad de trabajo en México. No quiero que lo tomes como un abandono… pero siento que acá ya no tengo futuro.
Sentí que el piso se me movía bajo los pies. Primero mi padre, después mi hija… ¿Era ese el destino de las mujeres de mi familia? ¿Perder siempre a quienes amamos?
—¿Cuándo pensabas decírmelo? —pregunté, tratando de no sonar herida.
—Hoy. Por eso te traje el té. Quería que fuera un momento tranquilo… pero supongo que nunca hay un buen momento para estas cosas.
La miré largo rato. Vi en ella a la niña que fui, a la mujer que intenté ser y a la madre que nunca supe cómo ser. Sentí miedo, sí, pero también una extraña sensación de alivio. Tal vez era hora de dejar ir el pasado y permitirnos empezar de nuevo.
—Si te vas, prometeme que no vas a repetir mis errores —le pedí—. Que vas a hablar cuando algo te duela, que no vas a guardar secretos.
Lucía asintió, con lágrimas en los ojos.
—Te lo prometo, mamá.
Nos quedamos abrazadas un largo rato, mientras afuera la lluvia seguía cayendo y Don Ernesto terminaba de barrer las últimas hojas del patio. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía respirar.
Ahora me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en secretos y silencios? ¿Cuántas madres e hijas se pierden por miedo a decir la verdad? ¿No será hora de abrir la puerta y dejar entrar un poco de luz?