No corras a casarte, Emilia: La huida de una novia del yugo familiar

—Emilia, ¿has puesto suficiente canela? Ya sabes que a Álvaro le gusta así—. La voz de Carmen, la madre de mi prometido, retumbó en la cocina como una sentencia. Yo, con las manos temblorosas y el delantal manchado de huevo, asentí sin mirarla. Era la tercera vez esa semana que me recordaba cómo debía cocinar para su hijo.

Afuera, el sol apenas despuntaba sobre los tejados de Salamanca, pero en casa de los Ortega ya todo era actividad y órdenes. Desde que Álvaro y yo nos prometimos, su familia decidió que debía aprender a ser «una buena esposa española». Yo, que siempre había soñado con ser profesora de literatura, me veía ahora atrapada entre recetas, manteles y expectativas ajenas.

—¿Por qué no te arreglas un poco más?— me preguntó Lucía, la hermana menor de Álvaro, mientras se miraba al espejo del pasillo. —Vas a ser la nuera de mamá, tienes que estar a la altura.

Me miré en el reflejo: ojeras, pelo recogido a toda prisa, la blusa arrugada. ¿Dónde había quedado la Emilia que recitaba a Lorca en los cafés literarios? ¿La que viajaba sola a Granada para perderse entre los versos y los azulejos?

Esa mañana, mientras removía la leche para las torrijas, sentí una opresión en el pecho. No era solo el calor de la cocina; era el peso de una vida que no era mía. Recordé la última vez que mi madre me abrazó antes de mudarme aquí: «No te pierdas a ti misma, hija». Pero ya casi no recordaba cómo era no estar perdida.

—Emilia, ¿has planchado la camisa azul de Álvaro?— gritó Carmen desde el salón.

—Sí, señora— respondí, aunque no estaba segura. Todo se mezclaba en mi cabeza: camisas, menús, fechas de boda.

Álvaro llegó poco después, con su sonrisa perfecta y su voz suave.

—¿Qué tal todo hoy?— me preguntó mientras se sentaba a la mesa.

—Bien— mentí. Él nunca preguntaba más allá. Para él, todo estaba bien si su madre estaba contenta y yo cumplía con lo esperado.

Durante el desayuno, Carmen empezó a hablar del menú de la boda:

—He pensado que podríamos poner cochinillo al horno. Es lo tradicional aquí. Y nada de vegetarianos ni modernidades, ¿eh?

Yo tragué saliva. Ni siquiera me gustaba el cochinillo. Pero nadie preguntó mi opinión.

Esa noche, tumbada en la cama junto a Álvaro, sentí que me ahogaba. Él dormía plácidamente; yo lloraba en silencio. Pensé en llamar a mi madre, pero sabía que solo conseguiría preocuparla más.

Al día siguiente, fui al mercado con Carmen. Allí me encontré con Teresa, una antigua compañera de universidad.

—¡Emilia! ¡Cuánto tiempo! ¿Sigues escribiendo?—

Me quedé muda. ¿Escribiendo? Hacía meses que no tocaba un libro ni un cuaderno.

—Ahora estoy muy ocupada con… la boda— balbuceé.

Teresa me miró con compasión y me apretó la mano.

Esa noche soñé que corría por una playa desierta, lejos de todo y de todos. Al despertar, supe que tenía que hacer algo. No podía seguir así.

Durante días, busqué excusas para salir sola: ir a la farmacia, comprar pan… Cualquier cosa para respirar un poco de libertad. Empecé a escribir en secreto en un cuaderno viejo que escondía bajo el colchón. Mis palabras eran torpes al principio, pero poco a poco volvieron los versos y las historias.

Un sábado por la tarde, mientras Carmen y Lucía discutían sobre los centros de mesa para la boda, escuché sin querer una conversación:

—Emilia tiene suerte de casarse con Álvaro. Si no fuera por nosotros, seguiría siendo una don nadie— dijo Lucía.

Sentí rabia. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que les debía mi vida?

Esa noche enfrenté a Álvaro:

—¿Alguna vez te has preguntado si soy feliz aquí?—

Él me miró sorprendido:

—¿Por qué no ibas a serlo? Mi familia te trata bien, tienes todo lo que necesitas…

—Todo menos libertad— susurré.

Él se encogió de hombros:

—Es lo normal. Así son las cosas aquí.

Me di cuenta de que nunca cambiaría. Ni él ni su familia.

Al día siguiente preparé una pequeña maleta mientras todos dormían. Metí mi cuaderno, un par de libros y algo de ropa. Dejé una nota en la almohada:

«No puedo seguir viviendo una vida que no es mía. Necesito encontrarme antes de perderme para siempre.»

Salí al amanecer, sintiendo miedo pero también una extraña ligereza. Caminé hasta la estación y tomé el primer tren a Madrid.

En el vagón vacío, abrí mi cuaderno y escribí:

«Hoy he vuelto a ser Emilia.»

Ahora vivo en un pequeño piso compartido con otras chicas en Lavapiés. Trabajo en una librería y por las noches asisto a talleres de escritura. Mi madre me llama cada semana; al principio lloraba mucho, pero ahora dice que está orgullosa de mí.

A veces pienso en Álvaro y su familia. Me pregunto si alguna vez entenderán por qué me fui. Pero ya no me importa tanto.

¿De verdad merece la pena sacrificar tu vida por cumplir las expectativas ajenas? ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas en papeles que no eligieron? Yo elegí ser libre… ¿y tú?