No corras hacia el altar, Lucía: Cómo escapé de una familia que no era la mía

—Lucía, ¿has puesto suficiente aceite en la sartén? Ya sabes que a mi hijo le gustan los huevos fritos bien hechos, no como los haces tú —la voz de Carmen, la madre de Álvaro, retumbó en la pequeña cocina de mi piso en Vallecas. Eran las siete de la mañana y yo, con las manos aún temblorosas por el sueño, intentaba preparar el desayuno favorito de mi prometido antes de irme a trabajar.

Me mordí el labio para no contestar. Álvaro seguía en la cama, ajeno a la tensión. Carmen había venido a «ayudarnos» con los preparativos de la boda, pero desde que llegó, hacía tres días, no había dejado de criticarme. Mi madre siempre decía: «No corras hacia el altar, Lucía. La felicidad no se escapa». Pero yo no quería escucharla. Quería demostrarle a todos que podía ser la nuera perfecta.

—¿Y el café? ¿No tienes café de verdad? —insistió Carmen, abriendo los armarios sin permiso—. En mi casa siempre hay café molido, no esas cápsulas modernas.

—Lo siento, Carmen. Es lo que solemos tomar aquí —respondí, intentando sonreír.

—Pues ya podrías ir acostumbrándote a lo tradicional —dijo con desdén.

Apreté los puños. Recordé la primera vez que conocí a Álvaro en la facultad de Derecho. Era atento, divertido, siempre dispuesto a escucharme. Pero desde que su familia empezó a involucrarse en nuestra relación, todo cambió. Su hermana Marta me miraba por encima del hombro y su padre apenas me dirigía la palabra.

Esa mañana, mientras Carmen desayunaba criticando mi forma de vestir y sugiriendo que para la boda debería adelgazar «un par de kilos», sentí una punzada en el pecho. ¿De verdad quería pasar el resto de mi vida así?

Cuando Álvaro entró en la cocina, Carmen se transformó:

—Hijo, ¿has visto qué bien te cuida Lucía? Aunque todavía tiene que aprender algunas cosas…

Él me sonrió y me besó la frente. Yo fingí una sonrisa. Por dentro, solo quería llorar.

El día continuó entre pruebas de vestido —»ese color marfil no te favorece nada», sentenció Marta— y visitas al restaurante donde celebraríamos el banquete. Su padre negoció el menú sin consultarme; al parecer, mi opinión no contaba.

Por la noche, agotada, llamé a mi abuela Pilar. Siempre había sido mi refugio.

—Abuela… no sé si puedo con esto —le confesé entre sollozos.

—Lucía, cariño, no te cases por miedo a quedarte sola ni por complacer a nadie. El amor no es sacrificio constante ni perderte a ti misma —me dijo con esa voz suave que siempre me calmaba.

Colgué sintiendo un nudo en el estómago. Esa noche apenas dormí. Soñé que caminaba hacia el altar y todos me miraban con desaprobación. Al despertar, supe que tenía que hacer algo.

Al día siguiente, durante la comida familiar en casa de los padres de Álvaro en Pozuelo, todo explotó. Marta empezó a hablar sobre cómo organizarían nuestra vida:

—Bueno, Lucía, cuando tengáis hijos tendrás que dejar el trabajo, ¿no? Mamá dice que es lo mejor para la familia.

Sentí cómo me ardían las mejillas. Miré a Álvaro buscando apoyo, pero él solo bajó la mirada.

—No he decidido nada de eso —dije con voz temblorosa.

Carmen intervino:

—Las cosas se hacen así en esta familia. No queremos rarezas.

Me levanté de la mesa sin decir palabra y salí al jardín. El aire frío me golpeó la cara y las lágrimas empezaron a caer sin control. ¿Por qué nadie me preguntaba lo que yo quería? ¿Por qué tenía que renunciar a mis sueños para encajar?

Álvaro vino tras de mí:

—Lucía, entiéndelo… Es su forma de ser. Ya cambiarán cuando te conozcan mejor.

—¿Y si no cambian? ¿Y si soy yo la que tiene que cambiar siempre? —le pregunté entre sollozos.

Él no supo qué decir.

Esa noche volví sola a mi piso. Me senté en el sofá y miré las invitaciones de boda apiladas sobre la mesa. Recordé las palabras de mi abuela: «La felicidad no se escapa».

Al día siguiente llamé a Álvaro y le pedí que viniera a casa. Cuando llegó, tenía los ojos rojos y parecía cansado.

—Álvaro… No puedo casarme contigo —le dije con voz firme—. No así. No quiero una vida donde tenga que pedir permiso para ser yo misma.

Él intentó convencerme, pero ya había tomado una decisión. Lloramos juntos, pero sentí una extraña paz interior.

Pasaron semanas difíciles: llamadas de su familia acusándome de egoísta, mensajes de amigas preguntando si estaba loca por dejar escapar «una boda perfecta». Pero poco a poco recuperé mi vida: volví a salir con mis amigas por Malasaña, retomé mis clases de pintura y empecé a disfrutar del silencio en casa.

Un día fui a ver a mi abuela al pueblo. Nos sentamos juntas bajo el olivo del patio y le conté todo.

—Estoy orgullosa de ti —me dijo—. Has sido valiente.

Ahora miro atrás y sé que tomé la decisión correcta. Aprendí que el amor propio es más importante que cualquier vestido blanco o banquete caro.

A veces me pregunto: ¿Cuántas Lucías habrá ahora mismo dudando frente al altar? ¿Cuántas se atreven a decir basta antes de perderse del todo?